La tribuna

Silencio, hospital

Silencio, hospital
Federico Relimpio Astolfi - Médico Y Escritor

Silencio, hospital. Un par de palabras de mi infancia. Las veíamos en la tele y en las películas, y se hacían realidad en cada contacto hospitalario que había que hacer, bien para nosotros mismos, bien para visitar a alguien.

Nos criamos con la idea y la experiencia del hospital como lugar silencioso. Nos lo recordaban letreros e imágenes expresivas en cada lienzo libre de pared, a modo de mandato admonitorio. Y si a alguno de nosotros se le escapaba una simple carcajada, recibía enseguida la mirada reprobatoria de la enfermera de turno. Y la consiguiente regañina de nuestro padre o madre a la salida, abochornada la responsable criatura de nuestra deficiente educación.

Muchas cosas han cambiado en nuestros hospitales para bien, pero no esta precisamente. Sin entrar en el tema urgencias –que es otro cantar–, cualquiera que tenga la necesidad de acudir hoy a los hospitales que frecuento se suele encontrar con un panorama muy diferente. Sorprende la cantidad de gente entrando y saliendo de habitaciones que, además, suelen ser compartidas. Se aprecia con demasiada frecuencia cómo en un determinado momento un paciente puede recibir la visita simultánea de tres o cuatro familiares o allegados. Se oye a estos, además, departir a su volumen habitual de voz –que en España es muy alto, como observan a menudo los extranjeros–. El resultado es un ambiente propio de chiringuito de playa o de caseta de Feria.

Sabemos que el hospital dispone de una regulación razonable a tal efecto. Pero también sabemos que cualquier persona indignada que se dirija al control de enfermería para que se imponga la racionalidad y la normativa se topará con un chasco. El hospital y su personal, hoy, carecen de medios y/o voluntad para llevarlo a cabo. Tenemos, pues, que aceptar lo que los usuarios interpreten y dispongan.

Voy a sacar el lado positivo: somos gente familiar y, por tanto, visitamos a nuestros enfermos. Somos gente cálida y, en consecuencia, nos alegramos al verlos remontar. Y expresamos nuestra alegría a nuestro modo. Por otra parte, el hospital no es ya un lugar tan distante, frío y hostil como hace años, sino algo más próximo. Respecto a la experiencia de hace décadas, se vive un poquito más como la casa de uno. No extraña, pues, que nos comportemos en consecuencia.

Este lado “guay” del problema no nos permite ver que, compartiendo habitación o a dos pasos, hay una persona que, por ejemplo, acaba de subir de quirófano o de la UCI. Que no está para fiestas, vaya, y que, por tanto, añora aquello de “Silencio, hospital”. Y que, por la misma razón, agradecería mucho la presencia de alguien con sensibilidad y capacidad de imponer la normativa.

Sorprende, porque veo muchos letreros e imágenes en las paredes hospitalarias. Muchas fotos bonitas y muchos lemas evocando lo crucial del esfuerzo de todos en la cuestión sanitaria. Se encuentran, además, algunos carteles en varios idiomas, recogiendo detalladamente los derechos y deberes de los usuarios del hospital. Pero ya no se ve lo de “Silencio, hospital”. Y se echa de menos. Tan de menos como una dosis de autoridad –bien entendida– decidida a imponerlo.

Concluyo que, como generación, cometimos algún que otro error. Y no es uno menor el asumir que en el interior de cada uno de nosotros habita un ciudadano ejemplar. Uno al que no le harán falta advertencias o llamadas de atención para percatarse de dónde está, y de las consecuentes necesidades de limitar presencia y volumen de voz. Del mismo modo que la Dirección General de Tráfico no asume que todos vayamos a autolimitarnos la velocidad en la carretera.

Transmito aquí el llamamiento a los órganos competentes: retomen el “Silencio, hospital”. Eduquen para ello. Informen de ello. Pero, sobre todo, háganlo cumplir, por favor. Más temprano que tarde.

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