Tribuna

Fernando castillo

Escritor

Una 'performance' medieval

Una 'performance' medieval Una 'performance' medieval

Una 'performance' medieval

En una sociedad con un sentido del espectáculo tan intenso como la del otoño medieval, no es de extrañar que se dieran actos tan próximos al teatro que pueden parecer primitivas performances como las realizadas en el cabaret Voltaire de Zúrich, conducidas por Tristan Tzara y jaleadas por Jean Arp. En calles, plazas, iglesias, catedrales, alcázares y castillos del reino, que estaban renunciando a su adusto carácter bélico en favor del refinamiento palaciego, se celebraban recepciones de embajadores, entradas reales a modo de los trionfi romanos, desfiles nobiliarios y eclesiásticos, procesiones -algunas tan espectaculares como la del Corpus-, carnavales, fiestas cortesanas como las de Escalona en las que Álvaro de Luna ofreció danzas, incluidas las macabras, y momos de complicadas tramoyas y elaborados guiones teatrales. Había también acontecimientos caballerescos como las famosas fiestas de Valladolid de 1428 que nos cuenta la Crónica del Halconero, a las que asistió fascinado Jorge Manrique, en las que unas jóvenes de la nobleza actuaron como ninfas paganas acompañando a Juan II, convertido en una encarnación de Dios Padre y Júpiter a la castellana. A ello se añadían los torneos, las justas y juegos de cañas, los pasos honrosos… una inacabable sucesión de espectáculos que ni siquiera interrumpía los rebrotes de la interminable guerra civil entre los principales linajes y la monarquía que a veces daba lugar a alguna batalla que, como la primera de Olmedo, era antes un torneo, es decir, otro espectáculo, que un acontecimiento bélico.

El 5 de junio de 1465, cuando tuvo lugar la llamada Farsa de Ávila, el acto tan teatral como propagandístico en el que los nobles levantiscos depusieron en efigie a Enrique IV, aquel rey que Mingo Revulgo llamaba en sus coplas Candaulo, y proclamaron rey de Castilla al Príncipe Alfonso. Allí, a los pies de las murallas, una multitud pudo asistir a una suerte de obra de teatro que respondía a un guión en el que la presencia de los abulenses era indispensable pues eran parte del espectáculo. El desarrollo del acto lo describen todos los cronistas, de Enríquez del Castillo a Diego de Valera, pasando por Alonso de Palencia, con unánime coincidencia. Reunida la multitud se procedió a leer un acta con los cargos contra Enrique IV y su mal gobierno. Una vez identificada la efigie con el monarca por medio de los atributos regios, subieron al escenario eclesiásticos y nobles, quienes acabaron por arrebatar a la figura los símbolos de autoridad que conservaba, arrojándola acto seguido del trono entre insultos. Aunque hay precedentes, la Farsa de Ávila, una acción de propaganda nobiliaria destinada legitimar el acto de deposición de un monarca y de proclamación de otro, fue una novedad que debió dejar a los asistentes sorprendidos e inquietos por lo atrevido de la iniciativa. Aunque algunos textos aluden a la confusión de la multitud y a que "se dieron gritos y llantos", no se recogen noticias de disturbios tras la coronación del Príncipe Alfonso, después de subir al cadalso solemnemente entre clarines.

Fue un acontecimiento tan novedoso e importante como el destronamiento de un rey legítimo y la proclamación de un pretendiente por medio de una acción espectacular, tan teatral como la época, en la que había no poco de provocación, lo que la aproxima a las performances. Si durante la celebración de las performances que se celebraban en el Cabaret Voltaire se recitaban poemas simultáneos y, como sucede en el futurismo, el movimiento propendía a la difusión de manifiestos, todo en un contexto en el que se combinaba el espectáculo, las artes plásticas, la música y la literatura, también durante la farsa abulense se leyó un texto acusatorio dirigido a una improvisada efigie de Enrique IV, vestido de manera teatral en un entorno decorado en el que el espectáculo es un propósito inseparable del objetivo y en el que la música, aunque de manera elemental, también estaba presente.

No es difícil de imaginar la sorpresa con que vieron los espectadores esa acción política y artística que es la Farsa de Ávila, un acto que se puede considerar de masas, aunque, al contrario que en los happenings, no se contemplase la participación de los espectadores. Tampoco, como sucede en las acciones modernas, era un acto sin finalidad pues estaba dirigido a conseguir un objetivo concreto, en este caso más político que artístico. Eso sí, el organizador del acto sabía de la importancia del elemento dramático, de la eficacia de la representación y del lugar que ocupaba el publico en su desarrollo. Todo ello permite pensar que uno de los inspiradores debió ser un clérigo familiarizado con las representaciones de teatro sacro y buen conocedor de los efectos que tenían estos los espectáculos, que se celebraban en los atrios de las iglesias y en las plazas de los burgos en improvisados escenarios. Unas acciones que a veces eran obras de teatro y otras unas primitivas performances.

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