Vivimos en una época en la que las imágenes nos asaltan de manera constante. Guerras, catástrofes naturales, migraciones, violencia: todo llega a nosotros en cuestión de segundos a través de las pantallas. Pero, ¿qué hacemos con ese caudal de imágenes? ¿Las miramos de verdad o las consumimos con la misma rapidez con la que hacemos scroll en el móvil? Susan Sontag, en su imprescindible ensayo Ante el dolor de los demás nos invita a detenernos y cuestionar nuestra forma de mirar. No se trata solo de ver, sino de asumir lo que implica mirar el sufrimiento ajeno: una responsabilidad ética, política y también emocional.
Sontag plantea que las fotografías de guerra (como las de Robert Capa o las desgarradoras imágenes de Sarajevo en los años noventa) nos enfrentan a una paradoja: por un lado, nos conmueven y nos interpelan; por otro, pueden insensibilizarnos si se convierten en espectáculo repetido. El dolor del otro corre el riesgo de diluirse en la saturación de imágenes, en el consumo rápido y desechable de lo que debería conmocionarnos. La pregunta que lanza Sontag sigue hoy más vigente que nunca: ¿cómo mirar el dolor sin convertirlo en mercancía?
La actualidad nos enfrenta a un ejemplo insoportable: el genocidio en Gaza. Cada día recibimos fotografías y vídeos de niños bajo los escombros, familias enteras desplazadas, hospitales arrasados. Imágenes que hieren, que desgarran, y que al mismo tiempo corren el riesgo de convertirse en parte de la rutina informativa. La crueldad es tan desbordante que nuestro instinto de defensa puede ser el de apartar la vista. Pero apartar la vista, como advertía Sontag, es también un acto político. Y mirar de frente, aun con dolor, es una forma de resistencia, de humanidad y de memoria.
El cine ha sido, en este sentido, un espacio privilegiado para explorar esta tensión. Pienso en La lista de Schindler, de Steven Spielberg, y en esa famosa escena de la niña del abrigo rojo. En medio del blanco y negro, el rojo resalta como una llamada de atención a nuestra conciencia. Esa imagen no nos permite olvidar que cada número, cada víctima de la barbarie, fue una vida concreta, una historia única. O en Shoah, de Claude Lanzmann, que durante más de nueve horas se niega a mostrar imágenes de archivo para recordarnos que el horror no puede reducirse a un icono ni a una postal de sufrimiento; lo que importa es la palabra viva de quienes lo sobrevivieron.
También en el cine contemporáneo hay ejemplos que prolongan esta reflexión. La zona de interés, de Jonathan Glazer, retrata el Holocausto desde el lado de los verdugos: el dolor de los demás no aparece de frente, pero se filtra como ruido de fondo, como espectro incómodo que no deja en paz a quien mira. O Noche y niebla, de Alain Resnais, que ya en 1956 advertía del peligro de convertir las imágenes del horror en algo “ya visto”.
El reto, como señala Sontag, no está solo en la potencia de la imagen, sino en nuestra disposición como espectadores. ¿Nos quedamos en la conmoción momentánea, o dejamos que esas imágenes nos transformen? ¿Las convertimos en conversación, en acción, en memoria? El dolor de los demás nos exige algo más que compasión pasajera: nos exige humanidad activa.
En un tiempo de sobreexposición, quizá el acto más revolucionario sea aprender a mirar despacio, sin prisa por pasar a la siguiente noticia o al siguiente vídeo. Porque, como decía Godard, “no es una imagen justa, es justo una imagen”: la justicia, al final, está en cómo nos dejamos afectar por ella, en qué hacemos después de mirarla.
Hoy, cuando los niños de Gaza nos miran desde los escombros con ojos que parecen atravesar la pantalla, recordemos lo que decía Sontag: no basta con ser espectadores. Tenemos el deber de no olvidar, de no normalizar, de no desviar la mirada. Porque mirar sin apartar la vista es, hoy más que nunca, un acto de conciencia. Y quizá el único modo de honrar, con verdad y dignidad, el dolor de los demás.