Tribuna

javier gonzález-cotta

Escritor y periodista

Los idiotas de Auschwitz

Los idiotas de Auschwitz Los idiotas de Auschwitz

Los idiotas de Auschwitz / rosell

Al parecer, en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, la llamada generación selfie suele hacerse fotografías con posados de lo más indecorosos. Alrededor de siete mil personas visitan a diario el inmenso campus de la muerte cercano a Cracovia.

Debiéramos conmovernos por semejante afrenta. Pero nada nos sorprende ya en la era de Instagram y de la sobreexposición fanática en las redes sociales. Incluso, a fuerza de ser sinceros, lo que nos enoja no es tanto el ultraje que se causa a la memoria lacerada, al silencio que con toda indecencia se profana en lugares como Auschwitz. En el fondo, lo que nos irrita verdaderamente es la imbecilidad del mundo del que formamos parte y al que, a veces sin pretenderlo o sin saberlo, también aportamos nuestra cuota de idiotez y negligencia. Decía el judío Einstein, quien huyó a tiempo de los nazis, que sólo existen dos cosas infinitas: el tiempo y la estupidez humana.

Hemos conocido por internet las pantomimas a las que acostumbra la generación selfie en Auschwitz. No todos obedecen a jóvenes tontuelos, alterados por la edad del pavo, pues hay también gente talludita que no renuncia a sus gracietas. Los guías suelen reclamar pudor a los visitantes. Muchos de ellos son estudiantes de bachillerato, para quienes, como en Alemania o Israel, resulta obligado el viaje a Auschwitz como formación de conciencias. Pero, al poco de entrar, el joven de la era selfie olvida toda congoja y busca su momento para fotografiarse y compartir la imagen en las redes.

Tal vez, si repensamos un poco sobre el asunto, no es que estemos enfrentados ante una generación carente de sensibilidad. Porque sí la tienen, si bien la muestran por medio de impulsos mediáticos, lo que les lleva a fomentar con ardor campañas contra el maltrato específico a los galgos o a favor de las zanahorias ecológicas. Obedece más bien a una sensibilidad irreflexiva, de formato instantáneo, que crea adhesiones rápidas y masivas por el conocido método de la reproducción viral, pero que en el fondo carece de asiento, de construcción moral en definitiva.

Ajeno al drama histórico del entorno, comprobamos cómo el idiota de turno hace el saltimbanqui en pleno campo de Auschwitz. Salta y alza los brazos junto a las vías férreas, las mismas que solían traer a los infelices en vagones de carga que tenían un siniestro color como a leño y a herrumbre. De fondo aparece, bajo un sol sin fuerza, la vasta campa del horror, delimitada por tocones con alambres, postes de luz y casetas de vigilancia donde se apostaban los guardianes de aquella enorme industria crematoria.

En las imágenes que han trascendido, vemos a otra idiota que simula una mueca de espanto. No se sabe si está emulando el grito insondable del cuadro de Munch o si está imitando a quienes huían del colega Fredy Krueger en aquellas películas de miedo para adolescentes hormonales. La joven muestra su cómico pavor y lo hace agarrada a la alambrada del campo. A varios metros de distancia se observa el color rojizo de los ladrillos de barro cocido de los crematorios y barracones, con sus ventanucos y sus grises tejadas a dos aguas. Bonita postal, tú.

Hay también quien posa junto a las lunas que muestran mechones de cabello humano y zapatos arrumbados que pertenecieron a los judíos gaseados y al resto de las razas impuras. Una joven procede entonces a su posado, delante de estos exvotos, y flexiona su pierna como una engreída garza en la laguna. Al ver la imagen uno no se pregunta por qué hace la joven lo que hace. Lo que uno se pregunta y quiere saber es el tiempo que tardó la susodicha en colgar su foto en Facebook o en Instagram. Es lo mismo que nos hemos preguntado ahora, cuando hemos sabido acerca del hombre que se hizo un selfie en la estación de Piacenza, en Italia. Detrás del sujeto, un equipo médico de urgencias atendía en las vías a una mujer que había sido arrollada por un convoy y a la que tuvieron que segarle una pierna. Para el mundo selfie no importa la realidad, sino la transferencia de realidad que se comparte. Igual que no importa la tragedia real, sino su copia.

El poeta granadino Antonio Carvajal escribió una vez que el siglo XX no ha sido una sombra del paraíso, sino una fulguración del infierno. El complejo de Auschwitz-Birkenau, convertido desde hace años en un negociado para la memoria, recoge los rescoldos de aquella horrorosa pira. Hay quien culpa a sus gestores de la degradación de este espacio. La contrición ha dado paso al entretenimiento.

Quizá no les falte razón. Sobre todo cuando también contemplamos a adolescentes israelíes de visita al campo, tocadas con diademas en forma de pajaritas, en las que figura la estrella de David. Los nuevos hijos de Sión suelen envolverse al futbolero modo en enseñas y banderolas de Israel. Nos gustaría saber cuántos de ellos recrean el martirio de la estirpe con su palito selfie o cuántos se entretienen haciendo morisquetas de terror mientras imitan la asfixia en una cámara de gas.

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