Algo pasmado deja saber que James Dean, de cuya muerte en accidente de tráfico hace setenta años, era unos meses menor que el aún activo Clint Eastwood. Y que lleva al otro lado de este mundo tanto tiempo como Ortega, Einstein o Fleming, por citar septuagenarios con vidas cumplidas al morir. Dean encontró su hueco a medio camino entre el desamparo y la fragilidad de Montgomery Clift y la chulería algo sobrada del primer Marlon Brando, encarnando un tipo de personaje rebelde e impulsivo, decidido a la vez que dubitativo, que arrastra la sombra de la duda pese a su ímpetu. El mismo que al principio interpretó Paul Newman, que pareció ocupar el hueco dejado por Dean, aunque con el tiempo se viera que no hacía creíbles los tormentos interiores que éste tan bien supo reflejar en la pantalla y le fueran mejor personajes un tanto irónicos, golferas de vuelta de una desafortunada vida. Con fulgor de gran estrella, James Dean ascendió en apenas un año y tres películas a lo alto del firmamento cinematográfico, y ahí permanece, a salvo de los tropiezos y los vaivenes y los desatinos de actores que vivieron más que sus cortos veinticuatro años.
Es la condena y la suerte de quienes murieron jóvenes y son recordados por sus obras necesariamente escasas: tuvieron menos tiempo para equivocarse. A ello hay que unir la mirada indulgente, complacida, que cuantos venimos detrás dirigimos sobre quien tan pronto se ausentó. Ya que la muerte los arrebató, acabó con ellos casi cuando empezaban, tendemos a idealizarlos, a proyectar sobre sus perfiles apenas trazados las virtudes que apuntaban, dejando de lado las miserias con que el transcurso del tiempo, que trae decisiones a veces coherentes, a veces traidoras, hoy asumibles, mañana vergonzantes, erosiona toda vida medianamente duradera. Por eso hay quienes pergeñan a un José Antonio Primo de Rivera antifranquista, opositor encendido del dictador porque usara su ideario sólo para permanecer en el poder, perfil igual de infundado que el de quienes, por asemejarlo a su pacata hermana Pilar, piensan que hubiera sido un franquista acérrimo, furibundo, o el de quienes, quizá con más holgura de miras, tienden a creer que se hubiese convertido en otro Dionisio Ridruejo, primero partícipe y colaborador, luego desafecto al régimen. Quién sabe. Meras conjeturas que, por esa misericordia humana que busca proteger del lodo y sus manchas a quien ya no puede defenderse por sí mismo, propenden a embellecer al personaje, a dejarlo en una hornacina a cubierto de los embates de la vida y sus trapacerías.
Y quizá tendamos a pensar que James Dean no hubiese acabado como Montgomery Clift, que fue suicidándose durante un decenio tras otro accidente de tráfico, menos mortal, sino que, como Brando, superaría el inevitable bache luego de su estelar aparición con un personaje como Vito Corleone, ese papel que recordara al público olvidadizo el inmenso actor que fue y lo devolviera a su nivel. O tal vez no queramos pensar que, arrastrado por años de desenfreno y amoríos, hubiese acabado como Rock Hudson, encarnando el rostro más devastador y sañudo del sida, y conjeturemos que bien podría haber interpretado a aquel cura atormentado por el combate interior entre su fe y su deseo amoroso, el pájaro espino cuyo vuelo el insípido Richard Chamberlain no elevó al fugaz y relampagueante deslumbramiento que produjo Rachel Ward, aquella actriz con algo de Audrey Hepburn y algo de Natalie Wood y algo de Jennifer Jones que quedó en flor de un día, o de una serie. Quién sabe. Se puede conjeturar sobre vidas no del todo malogradas, aunque casi, pues al menos tuvieron el escaso pero suficiente tiempo para no quedarse en mera potencia y dejar algunas obras que aún hoy, tantos años después, nos hacen elucubrar en cuántas buenas películas más podría haber participado James Dean.