Tribuna

vÍCTOR j. vÁZQUEZ

Profesor de Derecho Constitucional

Volver es más

El que abandonó la partida vuelve más viejo y sabemos que conocedor de su fragilidad, pero también con el ángel de la determinación. El retorno es la plenitud

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Volver es más / rosell

Al hilo de una conversación sobre el derecho al olvido en internet, me recomendaba una colega adentrarme este verano, de la mano del escritor Leonardo Sciascia, en la historia de Ettore Majorana, considerado uno de los físicos más geniales del siglo XX, y quien un 27 de marzo de 1938, apenas entrado en la treintena, desapareciera sin dejar huella. Hasta el día de hoy es discutido si dicha desaparición se debió a un suicidio, consecuencia de su atormentada personalidad, a su angustia ante las implicaciones de sus descubrimientos sobre la fusión nuclear, o si, como ha sugerido el filósofo Giorgio Agamben, la elección del joven Ettore fue simplemente la de escapar de la escena, sustraerse al cálculo para salvaguardar su misterio, frente a la posibilidad, por él vislumbrada, de que la ciencia de la probabilidad gobernase a cualquier ser y determinase su destino. La historia de Majorana, llevaba razón mi amiga, adquiere hoy un significado jurídico propio en un mundo donde nuestro rastro digital ofrece a la ciencia de la probabilidad una opción inédita para el gobierno numérico de la voluntad humana. Ahora que, a todos, en algún momento, nos asalta la pregunta de si estamos aún a tiempo de ocultarnos. En cualquier caso, tras unas semanas obsesionado con Majorana y sus asuntos, uno tiene la impresión de que la deserción vital de Ettore no es sino testimonio mundano de una tentación inherente al alma humana: la de dejar la copa a medias y echarse a un lado.

Recuerdo que, hace ya muchos años, tras la radical retirada del torero José Tomás cuando este tenía veintisiete años y se encontraba en la cumbre de su carrera, Paco Umbral escribió una columna, muy conmovida, intentando dar respuesta a los enigmas que esta decisión planteaba. La razón de fondo, según Umbral, se reducía a que Tomás, artista esclarecido, habría averiguado en su juventud algo que termina por conocer todo aquel que no es absolutamente tonto: la vacuidad del triunfo, de la gloria y de la propia vida. Lo cierto es que la espantá, la retirada, puede tener una poética vital y también una ética, la de no engañar ni aburrir, la de no ponerse feo y aceptar la justicia de nuestros límites. Puede, igualmente, ser sublime en su misterio existencial, como la renuncia del imponderable Benedicto XVI, o la disolución africana de Rimbaud. Hay, por lo tanto, un sentimiento estético de la vida, una cabal sinceridad, digamos, en quien resuelve la propia existencia como una obra inacabada y se ausenta dejando sus últimas cartas boca abajo en la mesa.

Pero a esta lírica de la retirada a veces se impone el acto heroico del retorno. Estar, resurgir, volver. El gran imperativo ético de Ulises, el origen no casual de toda la épica literaria. En un impagable libro póstumo nos cuenta Manuel Arroyo cómo Chavela Vargas, tras lustros muerta en vida y con el hígado sobresaliendo en el poncho como una papaya, se empezó a aparecer noche tras noche en la coyoacanense taberna de El Hábito, encarando la vida como quien encara una reencarnación. Cada actuación de Chavela se entendió desde entonces en los términos estrictos de la resurrección, podríamos decir, del milagro. Y es que no hay emoción más alegre, como el propio evangelio nos enseña, que la del retorno de quien estuvo perdido. El que abandonó la partida vuelve más viejo y sabemos que conocedor de la herida melancólica, de su fragilidad, pero también con el ángel de la determinación. El retorno es la plenitud.

Todos conocemos bien la escena final de la película Sin perdón, el western clásico de Eastwood, donde el viejo William Munny liquida con una escopeta y un revólver a toda la banda del Sheriff Little Bill, para después, como el propio Ulises, anunciar que ha vuelto. Desde luego, no es esta precisamente una vuelta a la virtud, sino a la criminal tarea que en el pasado había guiado su existencia. William Munny vuelve a hacer aquello en lo que fuera diestro, matar. Es por eso por lo que, después de haber visto la escena mil veces, siempre afrontamos el mismo conflicto moral. Nos gusta mucho que el viejo William Munny haya vuelto, y la contrariedad que sentimos ante el hecho de que un hombre no haya podido escapar a su predestinación criminal no desmiente la alegría que nos produce asistir a su imponente regreso. La respuesta a esta emoción tan contradictoria probablemente esté en la propia conciencia de que si bien retirarse, como hizo el joven Majorana, es algo muy humano e incluso hermoso, mucho más lo es el empeño aguerrido en el retorno. Volver es más. Que la beatería de la retirada no nuble la ejemplaridad del retorno y la adhesión que merece esa terquedad vital. Pues ya sabemos que todo tiene un fin y que el olvido es, antes que un derecho, un destino.

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