Tribuna

José antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología

Volver al campo

No creo que desurbanizar sea una tarea fácil. Los últimos que lo intentaron, los jemeres rojos en Camboya, dejaron un lastre de amarguras, de las que aún no se ha recuperado el país

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Volver al campo / rosell

Los urbanitas abandonan las ciudades a su suerte. Las noticias de las huidas de población de megaurbes como Londres, París y Madrid, se suceden. No quiere decir que quienes las abandonan se hayan mutado en neocampesinos. No. Nada más lejos. Simplemente, abandonan la ciudad, como al final del Imperio Romano de Occidente, para salvarse de las turbulencias sanitarias, y puede que luego sociales, que acechan desde el corazón de la ciudad.

Los habitantes del campo, castigados hasta extremos inverosímiles por la civilización urbana que los ha obligado a repartirse sus cada vez más magros ingresos con los competidores de otros países (véase el campesino español luchando a brazo partido con el marroquí por el tomate, el ajo o la naranja), los ven llegar con ojos alucinados. Son los hijos de los señoritos, que abandonaron el pueblo con desdén, y que se labraron en la ciudad un nuevo lustre. Los recién llegados alaban la vida moral pueblerina, aunque dan gracias al cielo porque los haya arrebatado de una existencia sin brillo allá. No parecen dispuestos a reformular su modo de vida, a prescindir de lo accesorio, a cultivar la tierra; sólo se han deslocalizado momentáneamente mientras dure la crisis. No pueden renunciar a nada, ni siquiera a su marcado complejo de superioridad. Confieso que siendo urbanita me afectan mucho esas maneras con frecuencia arrogantes, ya que presiento que se comen la mejor tajada ante los ojos siempre atónitos del campesino. La tendencia era antigua y no ha hecho más que acentuarse.

Rousseau fue el teórico de la vida campestre en Europa. Disfruté una época estival en la Saboya prealpina, cerca de Chambéry, una zona que invita a la contemplación. Mis hijos eran pequeños, y la vida sonreía. Las Confesiones de Rousseau en buena medida transcurren allá. Recuerdo fabulosos atardeceres a las orillas del Ródano, en una pequeña aldea, desde se donde vislumbraba en el horizonte la soberbia montaña del Mont-Blanc. Aquella vida rural, no obstante, olía a tragedia, y también me acordaba de Flaubert y su madame Bovary intentando escapar del aburrimiento y convenciones de la vida rural. Había pasado otro estío a la sombra de Flaubert a la orilla del Sena, en las inmediaciones de Rouen. En todo esto intuía algo de telúrico, de una Francia que habiendo renunciado en parte a vivir del campo -no olvidemos las altas tasas de suicidios de los agricultores galos, por los fracasos económicos- se negaba a abandonarlo del todo. El pacto con la vieja Francia pasaba por la campagne.

Nosotros, los españoles, tengo asimismo la impresión que dijimos adiós al mundo rural con la celebridad de los neófitos. De manera que comenzamos por los Pirineos y otras zonas montañosas que fuimos despoblando aceleradamente. Al principio me impresionaron los pueblos pirenaicos abandonados, cuando aún nos parecía inconcebible que este panorama pudiese siquiera plantearse en una población propiamente mediterránea. Incluso llegué a escribir en este sentido en un libro titulado La ciudad y el campo, y coordinar otro llamado Transformaciones agrarias, ambos en el Ministerio de Agricultura. Fue una estrella fugaz empujado por amigos estudiosos de lo rural. Cierto, que suelo pasear y herborizar a la manera rousseauniana. El campo me proporciona una enorme sensación de bienestar. Aun y así, no soy un adepto de causa campesinista o ruralista.

No creo que desurbanizar sea una tarea fácil. Los últimos que lo intentaron, los jemeres rojos en Camboya, dejaron un lastre de amarguras sin cuento, de las que aún no se ha recuperado el país. No sé el porqué, pero a veces me asalta la imagen de encontrarme en el interior de un pesado sueño en el triángulo del oro, territorio de opiómanos en medio de la selva, donde el Mekong transcurre entre Birmania, Laos y Tailandia. Allí me señalaron, mientras navegábamos por el torturado río en dirección a Laos, un hotel herrumbroso, sobresaliendo de entre la maleza, donde alguien susurró que allí residían los drogadictos sin pasaporte, esnifando, fumando y pinchándose. La sensación a plena luz del día, con el sol en su cénit, fue la de un fumadero de opio de la antigua Indochina, de donde no se podía escapar al destino. Algo así como en Apocalyse Now, sede del corazón de las tinieblas. El coronel Kurtz de Conrad/Coppola no puede escapar a su sino. Y el nuestro es la ciudad. La ciudad, paraíso y conflicto, así llamamos hace años a un libro, tramado junto con mi amigo el profesor Juan Calatrava, a este tortuoso espejismo. Ahí seguimos y vamos a seguir; banal y superfluo intento el de querer escapar, como no sea al triángulo del oro. Más nos vale empeñarnos en hacer vivibles las ciudades que salir en estampida de ellas.

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