Tribuna

Víctor j. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Pongamos que hablo de Madrid

Cuando ningún sistema parlamentario prevé la posibilidad de que la Cámara conteste una convocatoria anticipada de elecciones por algo es

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Pongamos que hablo de Madrid / rosell

Disolver la Cámara legislativa para interpelar directamente al cuerpo electoral es una competencia que en un régimen parlamentario recae en el presidente y frente a la que no se prevé, una vez dicha disolución ha sido válidamente decidida, ninguna posibilidad de reacción por parte del Parlamento. La lógica del sistema es, por lo tanto, que, si bien el presidente no es competente para disolver la Cámara cuando una moción está en curso, eludiendo así su eventual responsabilidad política, dicha moción no puede, por el contrario, hurtar ya al electorado la oportunidad que el jefe del ejecutivo, en el ámbito de sus competencias y bajo su exclusiva responsabilidad, ha dispuesto a favor de los ciudadanos para que estos expresen cómo debe actualizarse el equilibrio de fuerzas representadas en el Parlamento. La validez o no de mociones de censura registradas con posterioridad al acuerdo válido de disolución de la Cámara no es así, entiendo, un asunto de mera legalidad, sino que afecta al núcleo duro de nuestro sistema político parlamentario, por cuya integridad debemos velar. Formar gobierno a través de una moción de censura, habiendo existido una previa y válida decisión de disolver y convocar a los ciudadanos, puede implicar un menoscabo en la legitimidad del sistema cuya importancia conviene no subestimar en estos tiempos. Cuando ningún sistema parlamentario prevé la posibilidad de que la Cámara conteste una convocatoria anticipada de elecciones por algo es.

Pero el funcionamiento ordenado de un sistema político democrático no sólo depende de que sus normas se interpreten con corrección, sin retorcer su lógica primaria, sino también de que exista una cultura política en la que se asuma que todos los ciudadanos tienen una igual dignidad a la hora de hacer valer su opción ideológica. La legitimidad del poder, así, depende de que una mayoría de votantes, expresada en la Cámara, dé su apoyo a un determinado proyecto. A priori, por lo tanto, no hay opciones más legítimas que otras. Ningún colectivo, en democracia, tiene una esencia o identidad que le haga naturalmente digno o legítimo para el ejercicio de las funciones de gobierno, frente a aquellos otros diferentes y políticamente inferiores. En España se ha subrayado, y con mucha razón, el supremacismo explícito que subyace tras la idea de que sólo quien se abraza a una identidad nacionalista está en pie de igualdad dentro de una comunidad política, y puede, por lo tanto, desempeñar con plena legitimidad moral las funciones de gobierno.

No obstante, el supremacismo como cultura política no sólo tiene una vertiente étnica o nacionalista. Hace no mucho el Consejero de Justicia de la comunidad capitalina, afirmaba que, de gobernar en aquel territorio la izquierda, se trataría de un gobierno contrario a lo que los ciudadanos de esa comunidad son. Es decir, se trataría, ya lo haya dictado la aritmética parlamentaria, de un gobierno contrario a las esencias de pensamiento que todo oriundo ha de tener, si es genuino. Para quitar gravedad a este tipo de desmanes esencialistas es habitual la apelación al contraste con el nacionalismo periférico. Nunca en la capital, se dice, te preguntarán de dónde vienes, ni si tienes los ocho apellidos capitalinos. Desde luego, qué duda cabe de que eso es cierto. Ahora bien, también lo es que la construcción del hecho diferencial y la distinción entre buenos y malos ciudadanos se presta a otro tipo de deslindes. Por ejemplo, afirmar la existencia de una España dentro de España que se caracteriza por su amor a la libertad, frente a aquella otra, se entiende, cuya natural resistencia al vasallaje y a la servidumbre es menor. Socialismo o libertad es, a este respecto, la posterior disyuntiva moral que se ofrece a los ciudadanos para que estos elijan si están en la esencia de la identidad comunitaria o si permanecen al margen.

En esa España dentro de España de la que hablamos, esta cultura política tiene opciones de consolidarse, a qué negarlo. La historia nos demuestra que hay contextos en los que es difícil resistirse a la creencia de que eres mejor y que, por ello, mereces algo distinto. Lo que resulta más complicado de ver es cómo desde esos presupuestos locales se puede construir la alternativa conservadora que la España de las Españas tanto necesita, y sin la cual su sistema político no es del todo reconocible. Y es que, como la realidad hoy duramente muestra, la democracia no necesita partidos sino un sistema de partidos.

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