París 'noir' París 'noir'

París 'noir'

Fueron tan solo cuatro años pero, por su repercusión, se diría que fuera todo un siglo lo que duró la ocupación alemana de París tras la inesperada derrota que supuso la Defaite. Transcurridas ocho décadas, los años negros que vivió la ciudad siguen siendo el modelo de ese pasado que no pasa al que se refería Henry Rousso, la época a la que se regresa una y otra vez para comprobar los efectos de una guerra y del nazismo en una ciudad entonces ejemplo de modernidad. En ese París de brillo inacabable que vivía en un momento de gran intensidad cultural desde hacía medio siglo, pero también de radicalización política y depresión económica, vio como en junio de 1940 los alemanes colgaban de la Tour Eiffel que había pintado en futurista Robert Delaunay la bandera con la esvástica que, como un símbolo, dominaría la ciudad durante cuatro años. Tras el regreso de quienes protagonizaron el éxodo que vivió y contó Irène Némirovsky en Suite francaise, el nuevo París feldgrau volvió a una normalidad muy diferente. Tras unos primeros momentos de ocupación amable, los alemanes no tardaron en impulsar la represión, las medidas antisemitas -en este caso a remolque de la Francia de Vichy-, la corrupción y el saqueo dirigido por los bureaux de compra o la ejecución de rehenes. Un París de racionamiento y mercado negro, de frío y de último metro, de Servicio de Trabajo Obligatorio, en el que la mayoría intentaba sobrevivir al hambre y a la falta de libertad.

Pero también un París en el que los dos paladines de la colaboración, Jacques Doriot y Marcel Déat, es decir, el PPF y el RNP, maniobraban cerca del embajador Otto Abetz para aumentar su influencia mientras miraban al Vichy petainista, rancio y conservador, con desdén fascista. Es el París de esos que ahora se llaman "buenos alemanes", como Ernst Jünger y Gerhard Héller, que iban a los salones de Florence Gould o a los salones de Maxim's o La Tour d'Argent, que inspiraron a Jean Bruller, es decir, Vercors, su novela, pero también es la ciudad de los SS que ocupaban los palacetes de la Avenue Foch; el París en el que Céline, obsesivo e independiente, Lucien Rebatet y Robert Brasillach clamaban desde las páginas de Je suis partout o Le Pilori por la aniquilación de los judíos; el París en el que Drieu La Rochelle, siempre dandi como el Gilles de su novela, vagaba entre la redacción de la NRF y el desencanto existencial; Maurice Sachs se hundía en la depravación y el editor Denoël publicaba panfletos a la moda que le costarían después la vida. Un París equívoco donde el sexo, que no sabía de bandos, se llamaba "colaboración horizontal" y en el que Roger Peyrefitte dijo fue feliz. El París en el que muchos como Jean Cocteau, Sartre o Picasso tenían su acomodo, pero también el París en el que Jean Paulhan, Paul Eluard, Vercors, Camus o Mauriac, cada uno a su manera, resistían desde mucho antes del desembarco de Normandía, cuando surgieron los implacables maquis del último minuto. En fin, un París en el que muchos se limitaban a vivir o a morir, como Dora Bruder o Helen Berr, y otros a aprovechar la situación para hacer negocios millonarios como Szkolnikov y Joanovici, los nuevos ricos de la colaboración. Un París oku y canalla de siniestras y modianescas bandas al servicio de los bureaux, como las de la rue Lauriston o de la rue de la Pompe, en el que los negocios millonarios y la represión iban de la mano en un mundo por el que desfilaban tipos como Delfanne, alias Masuy, Rudy de Mérode, Bonny, Lafont, Violette Morris o Jean Luchaire y su hija Corinne, una de las que Cyril Eder llamó condesas de la Gestapo. Una lista de nombres teatrales que pasaban de practicar la bañera por el día a las alegres veladas de champaña por la noche en cabarets de moda como La Vie Parisienne, donde la musa surrealista Suzy Solidor cantaba Lili Marleen, o en locales más equívocos como el One-two-two o L'Heure Mauve, donde podían escuchar algunas de las canciones de la banda sonora de esos años como Je suis seule ce soir, cantada por Leo Marjane, si tenían el día triste, o a Irène de Trébert si querían swing.

Un París en el que también había españoles. Unos, republicanos, más o menos perseguidos, como Victoria Kent, José María Quiroga, Corpus Barga, María Casares. Manuel Viola, y otros, más acomodados al Nuevo Orden, como el embajador José Félix de Lequerica, un personaje que tiene una novela, casi tanto como César González Ruano, a quien detuvieron los gánsteres de La Carlingue por traficar con las mismas cosas, y al que sacó de la wildeana Cherche-midi por medio del policía Urraca. Un París que dejó de ser alemán cuando en agosto del 44 llegaron los españoles de la 7ª Compañía de la División Leclerc. París ocupado, ciudad terrible donde lo oscuro y el brillo mundano de lo que se sabe es efímero, se suceden en poco tiempo. No es de extrañar que sea el extraño mundo parisino de la Ocupación, uno de los temas recurrentes de la obra de Patrick Modiano. Un mundo sórdido que aparece acechante en casi todos sus libros especialmente en la Trilogía de la Ocupación.

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