Tribuna

guillermo díaz vargas

Arquitecto

Mejor si me equivoco

Mejor si me equivoco Mejor si me equivoco

Mejor si me equivoco / rosell

Tras la tregua obligada por el estado de alarma, vuelvo a una discusión que quedó interrumpida, y que se ha vuelto oportuna a la vista del explosivo regreso de problemas que con la pandemia quedaron en suspenso. Se trata de responder a una discrepancia coloquial a propósito de mi artículo Diálogo ¿Para qué? (Diario de Sevillade 09/01/2020). Decía yo que entre España y el separatismo catalán no hay nada que dialogar, y que ese conflicto "sólo puede resolverse mediante la legítima aplicación de la fuerza por parte del Estado o, alternativamente, mediante la renuncia del Estado a esa facultad, que equivaldría a la rendición frente al desafío independentista". Mi oponente me apercibía de ceguera sobre la finalidad de la negociación emprendida, cual sería reducir la tensión política y, con ella, la progresión del independentismo que, sin la mesa de diálogo, aumentaría hasta una proporción que, a su entender, haría inevitable la independencia de Cataluña.

Pero esto ¿no es otra forma de decir lo mismo? Reducir la tensión política no es negar la disyuntiva entre la legítima aplicación de la fuerza del Estado o la renuncia a hacerlo. Es, directamente, evitar reconocer el dilema y optar por la segunda vía, en la real o fingida -y escenificada- creencia de que cabe una solución negociada al secesionismo que no sea una claudicación ante la osadía independentista. Aquí estaría el quid de la cuestión, para mi oponente no sería una rendición, sino una estratagema para ganar la partida sin violencia. Pero esta hipótesis no hace sino confirmar y ahondar la mía, que la incluye, pues en ella consideraba el caso de que el diálogo instaurado pueda ser un "subterfugio para amparar "la rendición de una de las partes". Nuestro desacuerdo queda circunscrito a la apuesta sobre la parte perdedora en este juego, que según mi oponente sería la secesionista, habida cuenta de que cualquier cambio chocaría finalmente con el muro de la legalidad constitucional. Sin embargo, deduzco que será la española, atendiendo a las vergonzosas cesiones del Gobierno y a las humillaciones a que se ha prestado frente a la arrogancia y los desafueros de la otra parte. ¿Qué puede ganarse aceptando que una mayoría de independentistas catalanes pueda suplantar a lamayoría cualificada de españoles, los verdaderos depositarios del derecho a decidir? Un Estado que se pliega a que su integridad pueda depender de un simulacro o triquiñuela semejante estaría confirmando como un hecho consumado la devastación que el recurso a la fuerza tendría que evitar, o haber evitado, si es que ya fuese tarde para eso.

El tiempo lo dirá, pero insisto en que, con este juego, el Estado ya ha cedido. El diálogo con los insurrectos que han conculcado las leyes y han levantado parte del aparato del Estado contra el mismo Estado, es un torpedo en la línea de flotación de la nave estatal. Es también un premio a las múltiples transgresiones cometidas, y un ejemplo nefasto para las restantes comunidades sobre el método más eficaz de conducirse y obtener ventajas en el debate político intraestatal y, por tanto, un disolvente corrosivo de la Democracia y de la estructura y el ser del Estado mismo. Claro que ese puede ser objetivo de algunas estrategias actuales del globalismo neoliberal.

Si no me equivoco, y repito, preferiría equivocarme, la realidad es ésta, nos guste o no: si el Estado no quiere, o no puede ya, restablecer, mediante la legítima aplicación de la fuerza, el orden institucional conculcado y fracturado, España se desmoronará, con resultados calamitosos para todos los españoles. En la mesa de negociación, sólo la eventual inconsistencia del secesionismo permitiría -pírrica victoria- la supervivencia de una España en Estado de ruina estructural, necesitada de urgente reconstitución, porque el daño hecho al Estado será difícil de reparar. Es más, la subsiguiente descomposición de los fundamentos del Estado afectará también a la hipotética futura República de Cataluña y, por descontado, a lo que quedase de España, condiciones que ni a los propios secesionistas interesarían si de fundar un Estado catalán se tratase. De ahí el justificado dictamen de algunos analistas cuando señalan que, en realidad, a los secesionistas no les interesa Cataluña, sino la desintegración de España. Es de sospechar que la estrategia seguida por los secesionistas catalanes no persigue, en realidad, un Estado catalán independiente, sino algo todavía más ominoso.

Poderes parece haber interesados en ello, con España como primer eslabón y experiencia piloto de una cadena que no acabaría ahí. Europa debería tentarse la ropa antes de frivolizar con la cuestión del separatismo catalán. Evitar la violencia es un fin loable, pero no a cualquier precio. En ocasiones, como es bien sabido, resulta ineludible para evitar males mayores. La engañosa ventaja de éstos es que quedan aplazados para el futuro, y la cuestión de fondo es si sabemos ver y evaluar correctamente el alcance de lo que está en juego.

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