Mayenea Mayenea

Mayenea

Durante años, el verano estuvo unido a una casa familiar. Se llamaba Mayenea, un nombre vasco dedicado a una tía bisabuela que campeaba inscrito en la torre, entre eclesial y castellana, por la que ascendía una escalera de pino gastado que culminaba en el invernadero acristalado del último piso. Era una casona de granito y pizarra, como tantas de la Sierra, que sugería más seguridad y bienestar que confort, pues en ella todo era viejo, de ahí el aire evocador de su interior. En el jardín que rodeaba el edificio, entre silvestre y abandonado, había restos de hortensias desvaídas, y en las cercanías del muro, donde apenas íbamos, crecía alguna zarza amenazadora que incluso daba moras. Dos o tres pinos, ya vetustos, que competían en altura con la casa, daban sombra y lanzaban agujas, y por algún lado, como si fuera un oasis entre lo agreste, brotaban flores de varios rosales con vocación de supervivientes. Más allá del camino de piedra, la tierra, molida a fuer de gastada por el riego y la lluvia, estaba cruzada por surcos como cicatrices que a veces eran tan profundos que dificultaban las carreras en bicicleta.

Los muros de granito gris y serrano tenían alféizares tan anchos que impedían asomarse del todo. Eran unos sillares rotundos, de tallado tosco, como de fortaleza medieval, que en verano conservaban el fresco de los meses de invierno y proporcionaban confianza y seguridad. Junto a mi habitación había un cuarto de baño, con una bañera muy alta asentada en unas patas de bronce con forma de garras aguileñas que tenían atrapadas una esfera. Desde allí, tras los cristales esmerilados de la ventana, podía ver por las mañanas las ramas del olmo que ascendía hasta casi el último piso, con las hojas reverberando por el sol. En el dormitorio principal que ocupaban mis tías abuelas, con un enorme armario y una cómoda panzuda, había un balcón con una balaustrada de columnas gastadas desde el que me gustaba mirar el jardín que acababa en el muro de enfoscado gris que daba a la calle. Era el lugar de la casa que menos frecuentaba, pero también uno de los que más me atraía junto con el solitario y vacío invernadero acristalado que ocupaba el último piso, donde la escalera se estrechaba y empinaba, dificultando su acceso. Ahí, en la soledad de esa galería despejada, mientras miraba la sierra lejana y azul, la madera del suelo crujía por el calor de la tarde. Era como si ese espacio, de amplia cristalera con marcos pintados de blanco que le daban un aire norteño, me estuviera reservado, como si fuera la urna de los sueños.

En el recibidor, junto a la chimenea y una mesa con cardos, estaba la pared con el panel de azulejos de Daniel Zuloaga, el ceramista del 98, que recreaba con aire de cómic varios episodios del Quijote que tanto me gustaban, sobre todo los dedicados a los odres de la venta y a los molinos de viento. A un lado estaba la puerta que llevaba al comedor, donde la larga mesa rectangular, a fuer de estrecha, parecía una lanza clavada en el aparador de la pared. Allí, a la luz del verano que entraba por los ventanales, a la que el tamiz de los visillos quitaba violencia, tenían lugar los desayunos, unas veces solo otras con alguno de mis primos, y sobre todo los almuerzos. No era frecuente, pero durante unos pocos días se reunía parte de la familia ocupando casi toda la mesa, larga y rectangular. Entonces, a la hora del almuerzo, las conversaciones cruzadas y banales, las risas y el ir y venir de fuentes y platos desde la cocina cercana, alegraban el ambiente.

El porche era como el puente de mando en el que mis dos tías y mi abuela, su hermana, oficiaban de capitanes y contramaestres. Desde allí se convocaba a los mayores y nos llamaban a los niños. No muy lejos, en la mesa del jardín, junto a una pérgola en la que estaban los sillones de enea que sorprendían por su ligereza a pesar del tamaño, tenían lugar las meriendas en las que no participaban los niños. Y allí también pasaban las tardes casi toda la familia. Incluso, a la vuelta del paseo después de cenar y de tomar leche merengada en el Saúco, siempre alguien se sentaba a fumar algún cigarrillo que brillaba, rojizo, en la oscuridad y se movía al compás de las manos que acompañaban la conversación. Entonces, cuando el aire fresco de la noche traía olores de la sierra, en el jardín, entre las sombras negras, se oían los grillos y alguna lechuza que a veces acallaban las pisadas de un gato. Irme a dormir oyendo las voces de quienes permanecían en el porche, cada vez más quedas y distantes, era recuperar el sonido de todos los veranos, el de las vacaciones, el de la tranquilidad. Luego, aunque llegaron otros intereses más complejos y oía en la radio los éxitos del verano, no dejé de experimentar el recuerdo -los olores y el sonido de la noche, el crujir de la madera, el tacto de las sabanas y la colcha, siempre con olor a armario viejo- de Mayenea.

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