Masa y personalidad Masa y personalidad

Masa y personalidad

En 1930, Ortega y Gasset publicaba La rebelión de las masas, libro convertido en clásico y reeditado mil veces hasta hoy. En 1960, aparecía Masa y poder de Elias Canetti, otro clásico. Y en el año 2000 el filósofo alemán Peter Sloterdijk, nada querido por la prensa de su país, daba a la imprenta El desprecio de las masas. Tres obras coincidentes en presentar a la masa, que con frecuencia decide el destino de los pueblos y no siempre para bien, como algo distinto a la suma de los individuos racionales que la componen, como un ente emotivo en el que sus células renuncian a toda racionalidad.

Pablo Casado parece haber leído esos libros. El 21 julio, durante el congreso del Partido Popular, el nuevo presidente de la organización presentó el futuro del PP como "el partido de la libertad"; no de la libertad colectiva de un pueblo, de una sociedad o de una manifestación callejera, sino de la libertad personal de cada ciudadano. Una propuesta novedosa frente al manido lenguaje de nuestros políticos que en su vacuidad tanto recuerda los "gritos rituales" del franquismo: "España libre", se gritaba, y el grito nada tenía que ver con la libertad de cada español.

El siglo XX, tanto en versión comunista, fascista o democrática, fue el siglo de las masas en movimiento y de lo público. Ni el mismo cristianismo, una religión de salvación personal, se vio libre de esa influencia: en 1961 el Papa Juan XXIII en su encíclica Mater et Magistra, que provocó un monumental revuelo en las filas católicas, instaba a los creyentes a una concordia con el socialismo socializante.

No cabe duda de que hoy en Europa, y con especial relevancia en España, vivimos el momento cenital del poder de las muchedumbres. Un poder que aterroriza no sólo a los gobiernos y líderes políticos, también a la prensa, a las cadenas televisivas, a las emisoras de radio, a los publicitarios e incluso al individuo que en las redes sociales se ve con frecuencia obligado a pedir perdón en público, por más que ahora la multitud no siempre esté en la calle sino sentada en su casa delante del televisor. Hay razones para empavorecerse: el rechazo (tan bien descrito por Roberto Calasso en La actualidad innombrable) por parte de las multitudes de toda "intermediación" conduce de manera inexorable al totalitarismo moral, intelectual y, al final, político, puesto que la muchedumbre al proclamarse mayoritaria entiende la mayoría como soberana, absoluta y depósito de la verdad. Restif de la Bretonne, después de narrar en su horrible libro Las noches revolucionarias las matanzas de septiembre de 1792 en París, que a él, espectador directo, le espantaron, añade no obstante que los homicidas llevaban razón: "En la democracia directa del pueblo, la minoría siempre es culpable".

"Pensar por cuenta propia (escribe Vila-Matas) es perseguido, y no hay día en que no se extienda más la distancia entre colectividad y singularidad". Y citando a Robert Musil añade: "Existe una clase media-baja del espíritu que bajo la protección del partido, la secta o la corriente artística presume de poder decir nosotros en lugar de decir yo". Mientras la persona - esto es, el ser humano con nombre y apellidos que dice yo- tiene como valor supremo la libertad individual, la masa clama por la igualdad que, al ser todos los hombres desiguales por naturaleza (el inteligente y el torpe, el laborioso y el vago, el lúcido y el necio, el guapo y el feo), sólo puede ser una igualdad por abajo (todos iguales de torpes, vagos, tontos y feos). Los sans-culotte llamaban a la guillotina "la hoz de la igualdad" y calificaban a sus víctimas de "aristócratas", aunque no tuvieran una sola gota de sangre azul. Tenían razón: el individualista, el anarca (Jünger), el sabio y el noble de espíritu, por minoría, deben ser culpables y castigados.

Pero el punto cenital de un movimiento, de un paradigma o de una cultura es el comienzo de su decadencia, de la aparición de fuerzas contrarias que, frente al pensamiento único, el lenguaje obligatorio, el buenismo tontaina y el igualitarismo a la baja, alzan la pancarta rebelde del personalismo: libertad como valor supremo; personalidad como lo distinto, lo propio, lo único del individuo; la superioridad de la razón singular.

Pienso en el hartazgo de una minoría, de una aristocracia del mérito, hoy aún incipiente, oculta en la emboscadura y a la espera. Por mi edad, ya no veré su emergencia, aunque la Historia siempre ha funcionado así: por jartura.

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