Tribuna

César romero

Escritor

Enfangar a los muertos

Enfangar a los muertos Enfangar a los muertos

Enfangar a los muertos / rosell

La cercanía de la política a la cultura no es nueva, si bien desde que ambas son más espectáculo que aquello que fueran en sus orígenes parecen áreas secantes en lugar de tangentes. En artes espectaculares, y populares, como el cine o la música, es más perceptible. No es ya el pase a la política de quienes han sido artistas con cierta fama (de Reagan a Lluís Llach), es el coqueteo entre una y otra: el brillo de la impronta cultural que buscan algunos políticos, el dejarse tentar por la política de figuras de la cultura cuyos egos empequeñecen cualquier ansia por cambiar el mundo. Esto se ve, sobremanera, entre los llamados intelectuales, creación francesa cuyo apogeo se dio en los siglos XIX y XX: tantos escritores, filósofos, historiadores, etc. que desde sus tribunas, convertidas en púlpitos, alumbraban el camino a seguir por sus sociedades y, antes o después, acababan guiando al pueblo, bien en la más alta magistratura (ejemplos, desde Benjamin Disraeli hasta Rafael Caldera, no faltan), bien en puestos secundarios (y aquí se multiplican por doquier).

Los intelectuales que suelen implicarse en la gestión política acuden a Aristóteles y su zoon politikón, a la necesaria participación en la cosa pública, en los problemas reales de la ciudadanía, de quienes se dedican profesionalmente al cultivo de sus mentes, y rehúyen de la imagen del intelectual exquisito, aislado en su torre de marfil mientras teoriza. Los que no quieren inmiscuirse en la gestión de la cosa pública arguyen la necesidad de que quien ejercita su intelecto sea contrapeso del poder y sus desmanes, un guardián que vigile y señale los abusos de los mandatarios en regímenes democráticos (y en otros, con riesgos peores), denuncie corrupciones o mentiras. En ningún lugar está escrito que el intelectual que bajó a la arena y se implicó en la cosa pública pierda su capacidad para analizar lo mal hecho, denunciar una corruptela, alumbrar con sus razonamientos donde vea humo o ruido desorientador. Ahora bien, quien se alineó con un determinado político, o abrazó, siquiera temporalmente, unas siglas, o formó parte de un gobierno, en cualquiera de sus niveles ejecutivos, ¿puede mantener el mismo crédito, a ojos de la sociedad, que antes de hacerlo? Luis Alberto de Cuenca o Jon Juaristi seguirán siendo dos buenos poetas, pero ¿alguien tendrá en cuenta sus opiniones si critican con mordacidad a Pedro Sánchez? Jorge Semprún fue un notable escritor y Manuel Castells es un sociólogo citado hasta la saciedad, pero sus opiniones sobre Aznar ¿no están lastradas por sus vinculaciones partidistas?

Al entierro de Almudena Grandes acudieron los representantes máximos del Gobierno actual de España. Recordó al de Cela, cuyo féretro portaron a hombros unos cuantos ministros hace ahora veinte años. Ninguno de los dos asumió cargos en el terreno cotidiano de la política, aunque ambos airearon sus ideas, y se comprometieron con sus correligionarios, cuanto quisieron. Igual que hacen otros muchos, desde Vargas Llosa hasta Fernando Savater, y todos soportan los varapalos, o peor: los vítores, que sus opiniones políticas les conlleven. El viudo de la Grandes sí ocupa un puesto designado políticamente y quizá no debería sorprenderse por la mezquindad de algunos políticos, tanto de los que no son de su cuerda cuanto de los que sí. Y debería saber que para una gran parte de ellos, también entre los suyos, cualquier cosa, cualquier persona, es un medio para conseguir un fin, y hace política sin respetar casi nada, ni siquiera a los muertos. Y que, por eso, las novelas de Almudena Grandes son blandidas por quienes no las han leído para arremeter contra la izquierda que no soportan como, ay, son también enarboladas, cual pancartas, por tantos de sus lectores politizados hasta el mediastino frente a la derecha que le niega, o le concede a regañadientes, un reconocimiento oficial. Y uno se pregunta si otro reconocimiento oficial más, una placa o un pergamino institucional, si la asistencia a su funeral de quienes en la intimidad menosprecian o despotrican de la finada, añade algo, un plus, a su ceremonia de despedida, o a su nombradía. Si lamentar que un alcalde o una presidenta autonómica no asistan al funeral de alguien que fue acompañada por la plana mayor del Gobierno de la nación, o criticar, con razón, que se racanee un título honorífico que, en puridad, nada da ni quita, no es seguir haciendo política. O no es seguir usando a quien ya merece descansar en su tumba, y permanecer viva en el recuerdo de quienes la trataron, y alentar aún en las páginas de sus libros para quienes no los leyeron todavía y para quienes sí, esa suerte de eternidad de muy contados escritores una vez idos. O no es, en definitiva, sea desde el desprecio al adversario o desde la admiración o el amor al afín, seguir enfangando aún más a la muerta, en lugar de dejarla descansar de una vez en paz.

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