Tribuna

Víctor j. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Elogio de la mentira

'La decadencia de la mentira' fue el título que eligió Oscar Wilde para plantar cara, en un emblemático ensayo, al auge del realismo, y reivindicar con vehemencia la fabulación

Elogio de la mentira Elogio de la mentira

Elogio de la mentira / rosell

Ha llegado ya el momento en que la joven Valentina duda y me pide, no sin rubor, una confirmación de su creencia ¿A qué no es verdad que los Reyes sean los padres? Los Reyes son Melchor, Gaspar y Baltasar, Magos de Oriente, certifica el padre, a quien le sigue pareciendo temprano y cruel el inevitable desencanto. Puede que nos queden dos años más, se dice, y otra vez reincidirá ritualmente en la mentira, siempre con el agravante de la premeditación y la nocturnidad, prevalido de su autoridad y de la inocencia ajena. Sin embargo, todo este artificio de los Magos, la recompensa del regalo, la amenaza del carbón, no pocas veces usada en momentos de insurrección, más nunca ejecutada, no deja de parecernos un hallazgo estético y moral. La mentira, sublimada y ritualizada, sirve así a la difícil tarea de enseñar las grandes virtudes: el amor, la generosidad, la alegría. Sirve también para explicar quién era el rey de los judíos marcado por la estrella, la perversión de Herodes, la tesis del añorado Benedicto XVI, sobre el origen tartesio andaluz y no persa de los Sabios de Oriente; e incluso, parece ser, para hacer el amor, como cuenta el profesor González Requena, quien advierte de que los misteriosos ruidos que los niños atribuyen a sus majestades son en realidad los padres, cuya llama amorosa se ha avivado durante la gesta y ejecución escenográfica de la treta mágica. En la noche de Reyes, digamos, uno tiene la conciencia de que no miente para engañar, sino para desengañar, dejando de alguna forma testimonio de que la cara pálida de la vida, tantas veces presente, es siempre reversible en luminosa por la mano del hombre. Ya nos dijo San Agustín, angustiado por las dificultades que entrañaba su lectura imperialista del octavo mandamiento, mentiri nunquam licet, que el símbolo no es reprensible moralmente por su falsedad, pues no es mala esa mentira que no engaña.

La decadencia de la mentira fue el título que eligió Oscar Wilde para plantar cara, en un conocido ensayo, al auge del realismo, y reivindicar con vehemencia la fabulación, el juego, la sublimación y la fantasía como herramientas indispensables de la emoción estética, del arte, en definitiva. Dada la nostalgia por lo verdadero que parece regir en el tiempo digital de la postverdad, podríamos tener la tentación de jugar con el título del irlandés y afirmar que vivimos en El apogeo de la mentira. Pero nada más lejos de la realidad. La postverdad, que es una circunstancia y no un hecho, no es sinónimo de la mentira, ni tampoco sirve como atmósfera para que ésta prospere. La postverdad es precisamente la atmósfera en la que la distinción entre lo que es cierto y lo que no, entre la verdad y la mentira, resulta abolida y sustituida por el dogma de las verdades alternativas. La postverdad, como sugiere Maurizio Ferraris, no se parece a la mentira, sino a una versión postmoderna y digital de la imbecilidad clásica. En la nueva ciudad inverosímil, por lo tanto, no solo corremos el riesgo de perder la verdad, sino también la mentira. Y es que si algo configura a la verdad como verdad es la mentira y no se puede pensar en serio, nos recuerda Gabriel Albiac, sin mentiras, y sin la resistencia a la mentira. Es la capacidad de mentir, de mentirnos, la que nos hace capaces de conocer exitosamente lo que es cierto, y plantearnos luego el interrogante ilustrado de si existe o no un deber moral de decir la verdad siempre, o de si puede ser conveniente en ciertas ocasiones engañar al pueblo.

Era tradición acudir a casa del añorado escritor Íñigo Ybarra a ver su majestuoso belén sevillano. Aquel primer año en que el Belén estaba, pero no Íñigo, la joven Valentina no pudo evitar la pregunta: ¿Tú también te morirás, papá? Sí, hija ¿Y yo? También, pero dentro de muchísimo ¿E iremos al cielo? Sí. Y allí, ¿cómo te voy a encontrar y a reconocer? Porque me verás ¿Estás seguro? Sí. Más seguro estoy, y no lo sabe, de que pronto comprenderá que a veces hay mucho amor en la mentira, y de que puede ser obsceno y despiadado el exhibicionismo de la sinceridad.

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