Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

El virus del miedo

Tan doméstico y familiar, el miedo se disfraza siempre de extraordinario, de algo desconocido y lejano

El miedo es libre y expansivo y por lo tanto poderoso. Con su total libertad, el miedo hace del miedoso su esclavo, la mayoría de las veces consentido, amedrentado pero gustoso en el canguelo. El miedo es, además, muy rentable, altamente productivo en los negocios y en la política. Se hace caja con el miedo y se llenan las urnas electorales con miedo. Convenientemente inyectado, un país entero y una comunidad autónoma y también una ciudad pueden levantarse una mañana dentro de la habitación del pánico, disfrutando con la histeria y la paranoia. Llega a resultar exótico en este escenario cualquiera que se muestre inmune a esa ola de congoja colectiva, ajeno a la terrorífica novelería que, a decir de muchos, acecha a la vuelta de la esquina, en el estornudo de un desconocido en nuestro bar de siempre, en el pasamanos de la escalera que nos lleva a la oficina, en los botones del cajero automático y en los ojos acuosos del cónyuge constipado. Es para echarse a temblar y salir corriendo a comprar una mascarilla.

Tan doméstico y tan familiar, el miedo se disfraza siempre de extraordinario, de algo desconocido que viene desde muy lejos; o sea, del interior del ser humano. De lo contrario, no surte efecto, no tiene gracia (de esto dan fe la buena literatura y el buen cine de terror): un ciclista embozado con su mascarilla terapéutica pedalea temblorosamente aterrorizado ante la remota posibilidad de contagiarse con el virus, pero totalmente ajeno a las probabilidades que tiene de morir atropellado por algunos de los centenares de vehículos con los que comparte a diario la frenética e inhóspita marabunta del tráfico urbano. Porque el miedo se agazapa en lo cotidiano pero sacude siempre desde la extemporaneidad. Siendo tan popular, y tan vulgar, engaña y crece con una novedad. Ése es su atractivo. Convivimos con él desde la noche de los tiempos, así que cuando comprueba que nos hemos acostumbrado echa mano de la enésima argucia para volver a acojonarnos y que se nos hiele hasta el tuétano, como si necesitáramos ese escalofrío para sentirnos vivos. A saber: nos horrorizan ya de una manera familiar, como parientes indeseables a los que soportamos desde no se sabe cuándo, el cáncer, el alzhéimer, la ELA y el infarto (por citar cuatro de los más cabrones), y los sentimos ya tan cercanos, y tan antiguos, que siendo como son tan letales parecen aburrirnos. Así que necesitamos un miedo nuevo, una jindama desconocida.

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