Me gusta mi pueblo, entre otras cosas, porque desde sus playas se ve África. En los días claros de poniente, parece que el estrecho se estrecha aún más y que el imponente Jebel Musa está al alcance de la mano. Hay pocos puntos en el planeta en los que una persona se pueda sentir ubicada con tanta precisión geográfica y tan obligada a entender cómo la humanidad ha distanciado infinitamente lo que la geología dejó apenas separado por unos catorce o quince kilómetros de agua. Desde el Campo de Gibraltar, los turistas contemplan las estribaciones del Rif y hacen mil fotos. Para el mundo europeo, África es la promesa de una naturaleza exuberante, culturas exóticas y aventuras viajeras. Su puerta, Marruecos, apenas a una hora de distancia en un confortable ferry, no puede ser mejor aperitivo: ¿cómo puede estar tan cerca de Europa un mundo de olores, colores y sabores tan rico, tan distinto y tan atractivo? Marruecos es una joya turística tan deslumbrante que realmente se corre el riesgo de deslumbrarse tanto que no se alcance a ver su compleja demografía, sus sesgos misóginos, su gobierno dictatorial y su pobreza, la rural y la urbana. Es más, se corre el riesgo, como siempre que se viaja fuera del primer mundo, de que todo esto parezca incluso ajeno, exótico e interesante.

En la otra orilla, las sensaciones son bien distintas. Si se la contempla desde la dramática carretera que va de Tetuán a Tánger por la costa, repleta de improvisados campamentos de personas migrantes que aguardan una oportunidad para cruzar el estrecho, Europa es una promesa de trabajo, de porvenir, de educación, de comida, de libertad… Ya sabemos que nada de esto sobra tampoco en algunos pagos europeos, pero no es menos cierto que hasta la pobreza es relativa en este mundo y que la pobreza europea es riqueza en otros sitios. Europa misma exporta este imaginario a través de las antenas parabólicas, creando el espejismo de que es un paraíso en el que sobrevivir -y aun triunfar- es muy fácil.

La vida es muy distinta si la cigüeña te suelta a un lado u otro del estrecho. Tras los fenómenos migratorios hay problemas muy complejos, sin duda, y efectos positivos y negativos de difícil calibración que, desde hace siglos, vienen determinando la historia de todos los pueblos. Todos, absolutamente todos, llevamos dentro el ADN de la migración, pero parece, no obstante, que hoy día nos falta la empatía suficiente para comprender al que migra y buscar soluciones para que no tenga que hacerlo.

En estos momentos, las avalanchas fronterizas, los conflictos diplomáticos de dudosa sustanciación y la polarización política que se agarra a las concertinas como si no hubiésemos salido del medievo amenazan con hacernos olvidar la causa original de todo lo que ocurre: que hay sitios donde al ser humano se le niegan sus patrimonios más elementales, la vida, la dignidad y el futuro.

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