Finales de enero y las moreras de enfrente, en la avenida América, ya verdean. Y es que el tiempo está loco y hasta tiene trastornados a los almendros de la zona. No me había fijado en estos días, pero sus raquíticas ramas y sus retorcidos troncos han empezado a despertar del letargo. Brotan las moreras y en unas semanas aparecerán los niños con sus bolsitas para coger las primeras hojas con las que alimentar a sus minúsculos gusanos de seda.

Qué tiempos aquellos en los que guardábamos las cajas de zapatos con las puestas de huevos de la primavera anterior en lo alto del ropero del dormitorio. Allí los dejábamos durante el verano, el otoño y el invierno siguientes hasta que, como ahora, los bajábamos para comenzar otro ciclo (huevo, gusano, crisálida, mariposa y huevo).

Las moreras más cercanas estaban en La Algodonera, camino de La Charca, y casi todos los niños del barrio nos poníamos en las manos de los más valientes que trepaban y suministraban hojas para varios días. Para mantenerlas frescas, las guardábamos en el cajón de las verduras de la nevera y generaban en la casa todo tipo de debates, a favor y en contra, de compartir espacio con lechugas, berenjenas, zanahorias y cebolletas.

Los primeros ataques a las moreras de La Algodonera dejaban en el esqueleto las ramas bajas y nos obligaban a desplazarnos más lejos para el avituallamiento de hojas y allá que marchaba la expedición con los hermanos mayores hasta San José Artesano, en las cercanías del malogrado edificio que el ayuntamiento de Algeciras iba a utilizar como sede de la Policía Local, donde los árboles eran más grandes y las hojas espectaculares.

Los gusanos comían y comían y pasaban de ser como las puntas de los alfileres a medir hasta ocho centímetros, blancos y romanos, y a los que podías oír mientras comían como el ronroneo de los pasos de una legión romana. Crecían y crecían y de una caja de zapatos con sus agujeros de respiración salía una segunda caja, y otra, y otra y otra, porque el tamaño se multiplicaba a un ritmo espectacular. Unos pocos en la calle teníamos la descendencia del año anterior y, al final, terminábamos regalando a casi todos los niños del vecindario que porfiábamos para ganar la carrera de qué gusanos harían antes los capullos. La verdad es que no recuerdo a ninguna madre que aquella idea le pareciera buena porque, si descuidabas más de dos o tres días la limpieza de la caja, la colonia de gusanos empezaba a oler de un modo muy especial, como solo huelen los gusanos de seda cuando no están limpios. Las mariposas salían de sus capullos, no comían, se apareaban, aparecían los huevos pegados por todos los lados de la caja, morían y finalizaba el trabajo de atender a aquellos animalillos. Era una responsabilidad de niño que unía a los niños del barrio bajo las moreras, bajo los brotes verdes de las incipientes primaveras, lo mismo que en unos días el verdor de esas ramas de enfrente de mi casa convocará a nuevas generaciones de minúsculos cuidadores de gusanos de seda.

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