ANDRÉ Thouin, jardinero jefe del Jardin Royal des Plantes durante el periodo revolucionario, fue uno de los primeros en mostrar de manera práctica los nexos que unen ciencia y prosperidad. En un discurso ante la Asamblea Nacional en 1790, mediante el ejemplo de la aclimatación de cultivos foráneos que mejoraban sustancialmente la agricultura francesa, afirmó que "el conocimiento de la naturaleza es inseparable del bien público", formulando así en un sencillo apotegma la base en la que asienta el bienestar social. Tan evidente proposición nunca ha sido bien comprendida ni reconocida en nuestro país y aun hoy, que tan preocupados estamos por impartir Ciudadanía, no inspira, como debiera, el completo edificio de la Educación Pública. Tampoco se tiene esto en cuenta entre los seguidores del multiculturalismo que abonan la creencia de que cada civilización tiene un camino propio al desarrollo, aunque sea a través de la idea de que los terremotos se producen por los pecados de los hombres y consideren que el único estudio realmente útil es el de la teología.

Nuestro bienestar se basa en el progreso técnico adquirido gracias al cultivo de las ciencias naturales, y eso es en nuestro tiempo tan verdad como en el siglo XVIII pero, si cabe, es ahora una verdad más urgente. El desarrollo industrial de los dos últimos siglos nos ha situado al límite del aprovechamiento de muchos recursos y, aunque quepa discutir el alcance de lo que se ha venido en llamar cambio climático, que las obras del hombre ejercen una influencia nociva sobre el entorno que lo acoge no debería prestarse a muchas discusiones; valga de modesto y aterrador ejemplo la erosión de nuestros suelos. No creo que sea exagerado afirmar que quien envenena el aire que respira y el agua que bebe se encamina a su propia destrucción.

Lo que ha averiguado la ciencia es mucho, pero es menos de lo que resta por conocer. Un mayor conocimiento de las fenómenos climáticos es hoy un requisito indispensable del bien público, pues si el clima es un organismo tan sensible que lo condiciona el aleteo de una mariposa, ¿qué no harán la tala de bosques y la contaminación de los mares? Por contrarias que sean las hipótesis que agitan el debate científico, éste debe producirse sin injerencias que atiendan más a la conveniencia que a la verdad. Que en el plazo geológico de miles de años nos encaminemos a una glaciación o un calentamiento es algo que, por lo visto, aún no se sabe, pero sería absurdo renunciar por ello a empeñarnos con ahínco en lo que sí sabemos: que puede aprovecharse la energía de vientos, sol y mareas, recursos inagotables frente a los que hemos utilizado intensivamente y ya resultan escasos y cada día más caros. Antes la naturaleza nos ponía obstáculos, ahora nos pone límites, límites que debemos poner a nuestro favor sin pretender traspasarlos, como aprovechan los pájaros la ley de la gravedad para su vuelo. Por eso resulta hoy más urgente ese conocimiento científico inseparable del bien público. Y la ciencia no nos está defraudando (sólo Dédalo sabe salir de los laberintos que crea), constantemente surgen iniciativas esperanzadoras que de hecho van ya muy por delante de lo que es capaz de asumir hoy la opinión pública.

Pues en nuestro tiempo sigue siendo cierto lo que decía el conde de Cabarrus a finales del XVIII, que por grandes que sean los obstáculos que opone la naturaleza a la felicidad pública son pequeños comparados con los que le opone la opinión errada de los hombres, ya que es mucho más fácil horadar una montaña o domeñar la crecida de un río que cambiar creencias y conductas profundamente arraigadas, por perniciosas que sean. Como que el agua es algo casi gratuito que podemos despilfarrar a nuestro antojo. Ése es el terreno de la política, de la educación, de la cultura, que debe situar a la racionalidad como el principal bien común, el auténtico bien público que debemos cultivar entre todos. Sólo la extensión social de las aplicaciones científicas en energías renovables, sin excluir grandes proyectos como centrales nucleares, nos permitirá revertir la tendencia al agotamiento de recursos que, más tarde o más temprano, nos conduce a una catástrofe.

Ojalá todo dependiera de hombres como Monsieur de Thouin. Cuando Napoleón le concedió la Legión de Honor declinó el ofrecimiento. El emblema del águila, enemiga de los cultivos y amiga de la guerra, no era el honor que pudiera aceptar un agricultor, que era lo que él se consideraba. Hubiera ido a comunicar personalmente al emperador su renuncia en la entrega de esas distinciones, pero le escribió una carta disculpando su asistencia porque ese día tenía que dar clase a sus alumnos, que era lo verdaderamente importante.

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