La última riada

Las lluvias eran una especie de hado bíblico que amenazaba cada invierno a los que vivíamos en la parte baja

En estos días se cumple más de medio siglo de una riada que aún emerge en los recodos más ocultos de la memoria colectiva y acabó alterando la configuración urbana de la ciudad olvidadiza.

El 13 de enero de 1970 fue martes, y durante varias semanas llevaba el tiempo metido en agua. Las lluvias eran una especie de hado bíblico que amenazaba cada invierno a los que vivíamos en la parte baja. Por aquel entonces, el río de la Miel era en su desembocadura una lámina de oscuro y maloliente cieno en donde desembocaban las aguas fecales de todas las cotas urbanas. En poco se distinguía de la cloaca citada por Laurie Lee en sus crónicas de los años treinta, escritas tras recorrer a pie La Trocha y arribar con agrado al mundano ambiente de la ría, entre hoteles ingleses, humeantes locomotoras e institutos de segunda enseñanza. Era un caudal infecto en su último tramo, pero vivo. Con la periodicidad de los ciclos no escritos renovaba naturalmente sus aguas con las que recogía a partir del otoño desde el cobujón de las Corzas hasta la Rejanosa. En algunas ocasiones, se salían de cauce y llegaban a la ciudad incontenidas: el llano de la Junquera, el río Ancho, la calle de la Estación eran los primeros enclaves en recibir el azote de olas de lodo que al llegar a la Caridad se extendía desde la calle Tarifa a toda la zona baja. Aquel día de san Hilario la riada fue especialmente torrencial. Apenas dio tiempo a proteger las puertas con los tablones que cada vecino guardaba para defenderse de las avenidas y la inundación, con las primeras sombras de la tarde, superó los alféizares de ventanas y congojas. Durante horas, por las calles navegaron barcas del cercano puerto y la bajada del nivel con la marea nocturna dejó altas marcas de crecida y un poso de légamo que arruinó vidas y viviendas. Al día siguiente no hubo clase y las azoteas se poblaron de manos afanosas en limpiar lo que la riada había enfangado. Meses más tarde se anunció con oportuno bombo oficial que se había encontrado la solución a tantas zozobras invernales: se excavó un nuevo cauce desde Pajarete hasta la playa de los Ladrillos y soterraron el antiguo hasta su histórica desembocadura en la entonces cosmopolita Marina. Pocos defendieron su recuperación, su reconversión en venerable corriente que siguiera orillando las dos antiguas ciudades. Casi todos aceptaron las toneladas de tierra que cegaron su maltratado lecho y elogiaron un recién descubierto progreso que acabó sepultando al río. Desde el balcón familiar por el que vi pasar riadas y hedores comprobé que Algeciras estaba inhumando su historia y que el verbo regenerar no era conjugado por estos lares. En aquel entierro sin réquiem la ciudad perdió parte de su esencia y yo dejé de ser niño.

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