Cuando uno es un niño no ve el peligro por ninguna parte. Si mi madre hubiese tenido conocimiento de nuestras andanzas infantiles seguramente habría sufrido más de un síncope. Porque la vida antiguamente no era como la actual, los niños vivíamos en la calle y la cosa sólo se ponía fea si a las dos de la tarde no habías llegado a la casa para almorzar, a las seis para merendar o a las diez para cenar.

El resto del tiempo la vida era una auténtica aventura. Podías ir a coger tritones y ranas a la charca del Cerro, a bañarte en la Garganta del Capitán, a coger hongos y espárragos por La Rejanosa, a beber directamente del caño de La Chorrosquina y a por un cubo de caracoles en el Monte de la Torre con una solina de cuarenta grados que te dejaba minado de piojitos de cigarra.

Cuando uno es un niño no ve el peligro por ninguna parte. Caminábamos por la vía desde el paso sin nivel de La Perlita hasta Botafuegos y en los días de gran aventura éramos capaces de llegar hasta La Menacha para observar las bandadas de flamencos, en las inmediaciones del río Palmones, atemorizados con graznidos que nos recordaban a los sapos de La Charca.

Y es que la vía nos llevaba directamente a esos sitios mágicos, de extraordinaria belleza natural, lejos de las miradas de los mayores, clavándonos en las finas suelas de las Tórtolas de Milita las piedras que formaban el seno de las traviesas petroleadas que tenían un olor característico, un alquitranado olor a asfalto caliente, y sobre cuyos raíles posábamos miles de veces nuestras orejas intentado captar el sonido o la vibración de las viejas máquinas del tren de gasoil.

Habíamos visto algunas veces a John Wayne acercarse con cuidado a los raíles en aquellas películas en la lucha por la conquista del Lejano Oeste, en las que el "caballo de hierro" galopó en innumerables ocasiones desbancando a las diligencias y a los caballos indios de pelos parcheados.

¿He dicho un síncope? Creo que mi madre me habría atado en la caseta del perro si me hubiese visto con los otros niños del barrio cazando avispas o toreros (libélulas) con una escopeta de elásticos hecha con un trozo de palo de fregona y un gatillo de pinza de la ropa.

Y no quiero ni pensar si alguna vez hubiese sabido que nuestras conquistas épicas siempre llegaban siguiendo el curso de la vía del tren, de un tren que circulaba cansado desde la estación de Algeciras, hierro con hierro, y cuyo pito de aviso en cada curva nos alejaba súbitamente de su trazado.

Un tren de posguerra, ajado y sinuoso, marchito y lastimero, cuya vibración en los raíles no asustaba ni a los niños ni a John Wayne porque no viajaba a la velocidad del viento, sino al ritmo de los galápagos del río de La Miel. A la misma velocidad que viaja hoy, medio siglo después, el mismo tren, por el mismo trazado y con la misma miseria.

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