Desde mi pupitre

Aquel tipo

Un tipo que te conocía demasiado bien, aunque se hubiese cruzado en tu vida en forma de pequeño regalo

Aquel tipo estuvo a tu lado en los momentos malos que te fue planteando la vida, esos que llegan con el descaro del que no ha sido invitado y la falta de cortesía de quien no avisa antes de plantarse ante tu puerta. Y también compartió los buenos, claro, pero en los ratos de éxito los presuntos amigos florecen por doquier.

Aquel tipo era expresivo en el gesto, observador minucioso de tu quehacer diario, siempre cómplice de todos tus secretos, que sabía guardar como nadie.

Era un maestro a la hora de hacer sentir como en casa a tus amistades, de contribuir a crear el adecuado clima cálido a los recién llegados y, cuando una cosa llevaba a la otra y el escenario pasaba a la alcoba -pocas veces, pero alguna ocurrió-, desvanecerse prudente y sigiloso.

Nunca te dejó solo, nunca, cuando las cosas se pusieron feas. Aunque los otros fuesen más, más fuertes o más peligrosos, pero es que la camaradería no permite alternativas. Vuestra primera opción, y la segunda, fue siempre el diálogo, el arreglo amistoso, a pesar de las caras de pocos amigos. Pero, si no quedaba otra, salisteis juntos del embrollo con alguna magulladura y en plan colegas de verdad, aunque tuviese que ser a la carrera y con el rabo entre las piernas.

Sabía acompañarte, como nadie, cuando, con un libro entre las manos, tratabas de evadirte de los complicados tiempos que iba tocando vivir. Aquellos ratos de lectura compartida, mientras caía la tarde, procurando dejar atrás otra jornada para olvidar.

¿Y recuerdas el día que suspendiste aquel examen en el que tanto te jugabas? ¡Qué injusticia y qué depre! Escuchando a tu entorno, cualquiera hubiese dicho que la culpa fuese solo tuya. Que si no planificaste adecuadamente, que si te confiaste en exceso, que a ver ahora cómo sales de esta… Demasiados reproches -infundados-, salvo por su parte. Él se mostró, siempre lo hacía, camarada solidario, con la mirada comprensiva de quien te entendía como nadie. Porque, seguramente, el resto del mundo estaba equivocado.

Si tocaba hacer deporte -¿quién te mandaría suscribirte a ese maldito entrenador personal virtual?-, era el cómplice perfecto, aunque, si se trataba de una pachanga con los colegas, nadie lo quería en su equipo, tan patoso como era. Y, si no te apetecía -como era habitual, porque te dolía la cabeza, o tenías un día raro o, simplemente, porque no- él te animaba a salir por lo menos un rato, a tomar el aire y a estirar las piernas, que siempre es mejor que quedarse en el sofá con otra de Netflix.

Un tipo que te conocía demasiado bien, aunque se hubiese cruzado en tu vida en forma de pequeño regalo envuelto en lazo rojo, como una caja de bombones cualquiera.

Todo eso resumía la última mirada que te dirigió el día que lo dejaste abandonado en una gasolinera, como un perro.

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