Dicen que uno de los mayores males de nuestra sociedad, es la soledad. El hombre que es un ser sociable por naturaleza, se encuentra ahora, por mor de la aceleración histórica de este tiempo que nos ha tocado vivir, en la curiosa tesitura de sentirse solo, cuando más medios de comunicación tiene a su disposición. No es raro ver en los telediarios que personas que vivían solas son encontradas ya fiambres, sin que los vecinos notaran su desaparición durante días o meses. La esquizofrenia de estar enganchados permanentemente a Watsapp, con un grupo de amigos, nos permite sumergirnos en el espejismo de creer que estamos al tanto de lo que le sucede a cada contertulio. Craso error, porque solo con el contacto personal, puedes darte cuenta, simplemente mirándole la cara, si a tu amigo le aflige algún problema.

Otro tipo es la soledad, en compañía. En medio de Nueva York, rodeado de gente, puedes sentirte tan solo como Robinson Crusoe. No crean que la soledad es patrimonio exclusivo de los adultos. Los jóvenes también la sienten, sólo que ellos la llaman muermo. El Papa Francisco, en su último viaje al cono sur, les pedía que saltaran del sofá, se cambiaran las zapatillas por unos zapatos y salieran a la calle a ayudar. Ahí afuera, hay un montón de gente que ha encontrado el antídoto contra la soledad, echando una mano a los que la necesitan. No todo lo pueden hacer los gobernantes. Con el problema de los damnificados por la crisis económica que estimamos alegremente haber superado, creemos que basta con estirarse en la limosna para Cáritas y donar un par de kilos de lentejas al Banco de Alimentos, en Navidades. Está muy bien que se haga, pero si quieren saber la diferencia que existe entre implicarse en algo o involucrarse, piensen en los huevos con bacon: la gallina se implicó, pero el cerdo se involucró. Necesitamos gente dispuesta a involucrarse en la atención a los mayores, a los enfermos, a los refugiados, a los sin techo, a los presos y a los que lo necesiten. Con el tiempo que nos sobra, se pueden hacer cosas importantes. Les propongo un ejercicio de solidaridad. En el "Comedor del Padre Cruceyra", donde diariamente se sirven más de 100 comidas, hacen falta manos porque nuestros voluntarios, ¡ay! se van haciendo mayores. No es necesario saber cocinar, para pelar unas cebollas, cortar unas zanahorias, emplatar un menú o preparar bocatas. Si ayuda a los demás, nunca se sentirá solo. La solidaridad es la vacuna del muermo.

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