Ahora es un hotel de lujo el palacio que Eugenia de Montijo, a su mayor gloria, se construyó en Biarritz. En 1854, la emperatriz quiso tener una residencia propia y a la medida de su rango para veranear en el antiguo puertecito ballenero, pues, desde niña, había visitado la localidad con su familia y era -mujer adelantada a su tiempo- gran amante de la playa. Quizás habían llegado hasta ella los ecos de la reconciliación con el mar que habían preconizado los ilustrados un siglo antes, poco más o menos, y algo del valor mistérico y poético que le habían reconocido los románticos, con Shelley, Keats y Byron a la cabeza. Tímidamente, la costa empezaba a dejar de ser un sitio peligroso, asociado a la insalubridad y a la pobreza, un lugar del que se huía, para convertirse en un espacio atractivo y amigable. Tras el sonido hipnótico del oleaje, además, se entreoían ya las voces de los higienistas, si bien, para la mayoría, la playa seguía siendo un lugar incómodo y hostil donde acechaban la pulmonía y los enfriamientos. Ni de lejos imaginaba la emperatriz lo que iba a desencadenar.

A su pequeña corte vasco-francesa, Eugenia invitaba a la nobleza europea, a los grandes empresarios y a los intelectuales y artistas políticamente correctos. Sin saberlo, comenzó a anudar los lazos que, en lo sucesivo, unirían la playa al glamour, a la distinción y al ocio saludable. La playa, ese lugar que antaño solo frecuentaban los esforzados pescadores, los piratas y contrabandistas, y los carabineros que los perseguían, se convirtió en el veraneo de moda de la jet-set del momento y la emperatriz, cual influencer de hoy en día, pertrechada con sus propias redes sociales, abrió la veda para que el fenómeno se propagase. Al poco, la realeza española eligió San Sebastián para idéntica operación y la costumbre se extendió, golfo a golfo, y cabo a cabo, por toda la geografía peninsular. A principios del XX, ya no había nada más cool que tener una villa modernista au bord de la mer a la que invitar a los amigos y en la que disfrutar de pudorosos baños, cuidando -eso sí, con casetas, sombrillas y pamelas- que la piel no se broncease, no fuera a ser que un rico veraneante se terminara pareciendo a un vulgar labriego. A la playa, así pues, se trasladó lo mejor de cada casa, para demostrar su riqueza, posición y modernidad.

De este súbito enamoramiento de las elites con el mar dio cuenta hace años Alain Corbin en su magnífico libro Le territoire du vide, en el que el historiador describió con maestría cómo occidente se inventó la playa, en aras del descanso y del placer. Les recomiendo su lectura en estos días de septiembre, al atardecer, cuando esa misma playa -ahora masiva, popularizada, alterada y consumida- empieza a despoblarse. Pero, por favor, si pueden, léanlo frente al mar y dediquen un minuto a imaginar las glamurosas soirées de la Montijo.

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