Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

La tercera ola

La sensación de que se ha abandonado a demasiada gente a su suerte se multiplica cargada de razones

Que las comparaciones son odiosas es algo bien sabido, al menos, desde Sócrates. Mientras aquí las calles llenas bajo los alumbrados navideños y los centros comerciales a rebosar invitan a dar por hecha la tercera ola de la epidemia del coronavirus en enero, Alemania cierra el chiringuito hasta el 10 de enero con disciplina ciertamente germánica: el que quiera Navidad, que cante un villancico en su casa. El discurso de Angela Merkel en el que la mandataria afirmaba que las cifras de fallecidos resultaba insostenible, con apelación sentimental incluida a la posibilidad de que la próxima Nochebuena sea la última que celebremos con no pocos abuelos, volvía a revelar a la estadista a la que aquí tanto seguimos echando de menos (otra cosa es que resulte relativamente sencillo parecerse a Churchill al lado de Pedro Sánchez a la hora de dirigirse a la nación). Ese cortar por lo sano, tonterías las justas, pero qué nos hemos creído, suena a este lado de Europa a excentricidad castrense, a totalitarismo de cuartelillo, a qué sabrán de la vida por ahí arriba con el frío que estarán pasando. Luego, bueno, hay soluciones intermedias: Parauta, municipio de la Serranía de Ronda poblado por 253 vecinos, ha decidido sustituir este año el alumbrado navideño por jamones de pata negra para todas las familias. Viva la realpolitik.

En cualquier caso, la única certeza es que cada uno cuenta la película según le va. Parece razonable presentar el modelo alemán como ejemplo a seguir mientras aventuramos el número de víctimas que perderán la vida en España en los próximos meses. Tampoco hay muchas dudas respecto a la evidencia de que si se hubiera decretado un confinamiento total en septiembre, duradero hasta hoy, muchas personas habrían salvado la vida. Pero también habría que tener en cuenta las garantías con las que cuentan hosteleros, comerciantes, empresarios y autónomos a la hora de clausurar sus negocios en Alemania y en España. De acuerdo, sí, las comparaciones son odiosas. Pero la sensación de que se ha abandonado aquí a demasiada gente a su suerte, mientras crece el número de personas empujadas a la calle y a la marginalidad, se multiplica cargada, también, de razones. Difícilmente van a coincidir en la definición de las medidas idóneas el dueño de un bar y alguien que haya perdido a un familiar por la enfermedad. Pero de eso se trataba: de hacer política.

Y de considerar que el estado del bienestar no era sólo una cuestión de pelotazos, sino de fortalecimiento del tejido productivo. El mismo al que aquí se ha dejado morir de inanición. Y para el hambre no hay vacuna.

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