Con el taxi

No puedo comprender cómo el español de a pie puede dejarse engatusar por el cuento de los VTC

Estaría uno casi obligado a dedicar la columna a Venezuela si no fuera porque lo que ahora escriba pudiera quedarse rezagado en horas veinticuatro. Mejor, pues, esperar con esperanza y, mientras, rezar. La segunda potente tentación viene de la América de Clinton, la que ha expelido en su feudo de Nueva York una casi increíble ley estatal que permitirá abortar a bebés hasta los seis meses de gestación e incluso en el día previo al nacimiento si se dieran no sé qué circunstancias. La cosa me inspira tal horror que agradezco mucho a Enrique García-Máiquez que en estas mismas páginas escribiera ayer un gran artículo que hoy me exime a mi de tratarla excepto para recomendarle, lector amigo, que no deje de leerlo si no lo hizo ya.

Y queda, claro, el tema del taxi. Aquí hemos entrado en una guerra en la que hay todo lo que en las guerras suele, desde intereses inconfesables a coartadas ideológicas, y en la que la propaganda está jugando un papel esencial. Pero en esta guerra hay también víctimas, que lo son los trabajadores de los bandos enfrentados, y rehenes, que lo somos todos aquellos que necesitamos de un servicio eficaz, bien organizado y al alcance del bolsillo común en ciudades cada vez más vedadas al vehículo privado y con distancias inasequibles para el peatón. Eso y no otra cosa es lo que han asegurado hasta ahora en España de forma natural y hasta ejemplar, con las excepciones de rigor en todo gremio, incluso en la Guardia Civil, los sufridos taxistas.

Estoy con el taxi, no con sus excesos, y no puedo comprender cómo el español de a pie -nunca mejor dicho- puede dejarse engatusar por el cuento de la lechera de los llamados VTC a cambio no ya de un plato de lentejas, que en este tiempo se agradecería, sino de un vil botellín de agua que nadie necesita. La novelería hispana está alcanzando en este episodio cotas insuperables: poner en riesgo un servicio bien regulado, del que puede disponerse prácticamente en cualquier rincón de España a cualquier hora y por un precio tasado y razonable, atendido mayoritariamente por autónomos o pequeños empresarios familiares, a cambio de fruslerías y en beneficio de unas multinacionales que, una vez liquidado el taxi, impondrán sus leyes de la manera en que lo han hecho en todos los sectores donde han conseguido prevalecer sin contrapeso. Entonces veremos por lo que nos sale la botellita de agua.

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