Alguna vez zapeando por la tele, me he encontrado con un programa llamado Supervivientes. Se trata de concentrar en una isla a un grupo de famosetes y someterlos a una serie de penalidades, tipo Robinson Crusoe. Es algo parecido a un experimento de laboratorio en el que se sustituyen los clásicos ratones, por humanos ociosos que esperan el momento de copular como ellos. Para mí el único interés del programa reside en imaginar lo tiesos que están los protagonistas para soportar esas quemaduras solares y el número de infecciones urinarias que cogerán, andando todo el día con el tanga mojado. Ya lo dijo el clásico: no somos nadie y menos en bañador.

No es que ser un superviviente de estos, sea algo indigno porque cada uno se busca las habichuelas como puede, pero yo conozco otro tipo de supervivientes que viven aquí al lado. Se llaman Andrea y Alfonso y regentan un comercio de alimentación en Algeciras. Levantan la baraja, todos los días, de una pequeña tienda de barrio que han hecho crecer con su trabajo y la atención esmerada a los clientes. A la mayoría los conocen por su nombre y adivinan sagazmente cuáles son sus gustos y necesidades para satisfacerlas a un módico precio. Cuando una vecina le pide un cuarto de jamón york, Andrea no necesita preguntarle la marca porque ya sabe su preferida. En el establecimiento se pueden encontrar desde los productos básicos a algunas delicatesen que Alfonso, siempre inquieto, va descubriendo.

El negocio iba bien, hasta que llegó la crisis económica de la que no sé si todavía estamos saliendo. Al bajar la demanda, una sombra empezó a nublarles el futuro. Para colmo, como cuando todo va a mal, la cosa puede ir a peor, un moderno supermercado propiedad de una cadena de alimentación, se instaló en la misma manzana. Era un competidor de los que hacen ofertas semanales, precios estratégicos y buen servicio. La tensión por el miedo al derrumbe de todo lo que habían levantado con su esfuerzo pudo con Alfonso y lo pagó con su salud maltrecha. Cuando se repuso y pudo volver al trabajo, contempló el milagro. Su hermana Andrea, siempre risueña, había mantenido el negocio y algo con lo que él no contaba, sus clientes mantenían su confianza en ellos y su tienda seguía adelante. La mejora en la economía hizo el resto y hoy navegan a velocidad de crucero. Los de las pymes: esos sí que son los auténticos Supervivientes, aunque no salgan en la tele.

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