La soledad del filósofo

Lo sorprendente en Gabilondo, un filósofo, es que aceptara las fluctuaciones tan drásticas de su partido

Al margen de sus tristes resultados, la imagen de Ángel Gabilondo, candidato socialista, en las pasadas elecciones ha dado la impresión de un fin de época y, por ello, quizás da pie a ciertas reflexiones. Una vez más, el antiguo rector, quiso encarnar el papel del viejo intelectual comprometido con los problemas de su tiempo, como si no se resignara a que esta figura desaparezca, y confiando, ingenuamente, que a los hombres de letras les queda aún, en la militancia, alguna misión. Y se lanzó, pues, de nuevo, como un joven resistente, a la palestra política, olvidando que, en ese mundo, los primeros en caer son los que albergan un sueño ético o romántico. Así como el intelectual orgánico que actúa desde el exterior suele ser bien acogido en un partido, en cambio una militancia de ese tipo, dentro del propio partido, siempre provoca recelos. Porque el intelectual, si quiere ser consecuente, tiene convicciones y, si las tiene, debe respetarlas. En cambio, la disciplina en el interior de un partido se mueve por otros derroteros. Se alteran los criterios según lo pide el oportunismo del momento y la traición a lo que se ha prometido el día anterior no supone ningún problema moral. Posiblemente, siempre ha sido así en un campo en el que, si se quiere ganar, hay que improvisar y desdecirse con frecuencia. Y no se pueden permitir militantes que vayan por libre, por muy intelectuales que sean. Pero lo que ha sorprendido de Gabilondo no es su acomodación al enfoque impuesto por el partido, sino aceptar esas fluctuaciones tan drásticas, de un día para otro, precisamente en alguien, un filósofo, cuya relevancia personal le venía dada porque sus convicciones estaban pensadas y maduradas. Se comprende que el tacticismo oportunista de la dirección de un partido obligue a cambiar de criterio según dictaminen los sondeos. Pero Gabilondo parecía estar ahí, de candidato, para ejercer, como representante de la coherencia intelectual, de freno ante esa deriva. Sin embargo, sucumbió a las presiones. Aunque una sospecha queda flotando: ¿Se le sometió a esos cambalaches sólo porque la mercadotecnia electoral lo aconsejaba o se buscó también, al hacer pública su versatilidad, eliminar para siempre el ejemplo de la venerada figura de un filósofo? El resultado ha sido, pues, que, por decepción ante unos y por incomodidad para los otros, la figura del filósofo militante ha acabado deslucida y solitaria. ¡Y los cínicos de su partido qué tristemente lo han despedido, como si fuera el culpable!

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