Hoy, en el umbral de esta semana de Pasión y de Gloria, quiero detenerme en un simbólico fragmento del Evangelio de Juan. Según nos narra (Jn 12, 1-8), seis días antes de la Pascua, cenaba Jesús en Betania. Marta servía y Lázaro, junto a otros, estaba en la mesa. Fue entonces cuando María, la hermana de ambos, ungió los pies del Maestro con un valioso perfume de nardos. Ese inocente gesto de amor, premonitorio, incluso preparatorio, de su cercana muerte, no agradó a todos. Judas Iscariote alzó su voz de protesta: "¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?". Ante el reproche, Cristo responde: "Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis".

Si nos fijamos, sus palabras contienen dos mensajes, uno dirigido a Judas y que justifica el actuar de María, y otro, destinado a todos los presentes, explicando el sentido profundo de la acción. Es este último el que me ocupa. Naturalmente, Jesús no muestra indiferencia hacia los pobres, ni da por inevitable una perpetua pobreza. Como alguien ha escrito, quiere destacar, sobre todo, la centralidad de su persona: los pobres son importantes, sin duda; pero la labor del cristiano a favor de ellos pasa siempre por Él. La caridad, como manifestación externa de la fe, carece de auténtica virtud salvífica si no está basada en una íntima relación con Cristo. Jesús quiere mostrar a sus seguidores, subraya Joan Mesquida, que, sin ningunear la exteriorización de actos materiales a favor de otros, al final la dimensión interna acabará siendo la importante.

No alcanza la fe sin obras. Pero tampoco alcanzarán las obras sin fe. Como afirmaba Guardini, "llegará el día en que el ruido enmudecerá. A todo lo visible, palpable y audible le llegará la hora del juicio". En ese momento postrero, de silente soledad, uno deberá rendir cuentas de lo que hizo y de su porqué. Y el haber tenido a Cristo, el haber intentado incansablemente permanecer en su compañía, probablemente se convertirá en el hecho determinante que incline la balanza. En un mundo de bondades reguladas y solidaridades vacuas, conviene, pues, no olvidar la enseñanza: la salvación se batalla hacia fuera; pero -y créanme que es lo verdaderamente difícil- sólo se gana, con la inagotable misericordia de Dios, hacia dentro. Es al cabo María, y no Marta, quien anda más cerca del Paraíso.

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