Hubo un tiempo en que el inicio de las Fiestas de Pascuas (así se denominaba entonces a la Navidad) no lo marcaba la campaña publicitaria de "El Corte Inglés", ni el anuncio del "calvo" de la lotería y ni siquiera esa manía tan del gusto de las modernas autoridades municipales de iluminar las ciudades como si fuesen platós de cine. Cuando yo era niño, las señales del tiempo de Adviento eran menos llamativas y, como se diría hoy, más personalizadas: las piaras de pavos que animaban las calles con su insistente glugluteo, ignorantes (los pavos) de su fatídico camino hacia las cazuelas; las postales que el cartero, el barrendero o el basurero repartían por las casas en busca de un modesto aguinaldo; las maravillosas cestas repletas de viandas que se exponían en las tiendas para sortearlas unos días antes de la fiestas o, en mi experiencia personal, la señal inequívoca de que se acercaba el nacimiento del niño Jesús me la proporcionaba la caja de polvorones de 5 kilos que, por sorpresa, mi padre traía un día a casa al volver del trabajo. Entonces, la celebración de la efeméride religiosa era eminentemente familiar y todavía ajena al fenómeno del marketing que después terminaría globalizando la fiesta haciéndola rendir pleitesía a la todopoderosa deidad del consumismo. Sin necesidad de gastar dinero (que, por otra parte, no teníamos) disfrutábamos y nos ilusionábamos con las tradiciones: las rondallas vecinales que entonaban sus villancicos frente al modesto belén que se montaba en el barrio, los pestiños y alfajores que acompañaban a la copita de anís o de ponche que, esos días, nos permitían los adultos y la tenue esperanza de que, por fin esta vez, los Reyes nos concediesen la bici que tantos años llevábamos pidiendo. Sin duda ya en el albor de la sociedad de consumo, los publicistas cayeron en la cuenta de la fuerza del relato navideño: lo sorprendente del nacimiento de un rey en un establo rodeado de animales; su mágica concepción en el vientre de una virgen; la existencia de una estrella que señalaba el camino hasta él a unos lejanos Reyes que lo colmarían de regalos y, cómo no, el brillante papel de los romanos como los villanos necesarios para dar un toque épico a la historia. Tomándola como punto de partida la mercadotecnia ha reconducido los hechos para que, conservando su envoltura religiosa y espiritual (incluso fomentando en esas fechas la caridad cristiana mediante la presencia en el "escenario mediático" de los pobres y desarrapados que el resto del año permanecen guardados en los armarios como si fuesen figuritas del belén) sirvan, unas vez secularizados, de plataforma para promover un consumo desaforado que, si no fortalece la fe, al menos engorda la cuenta de resultados de las grandes corporaciones. Desengañémonos, el sentido de la Navidad de ha desplazado del portal de Belén… a la tarjeta de crédito.

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