Una de las peculiaridades del cristianismo ya desde sus orígenes ha sido el culto a las reliquias, esto es, de los restos de los mártires o los santos, ya sean corporales o de pertenencias asociadas a ellos o su martirio. La devoción a las reliquias se popularizó inmensamente durante la Edad Media; las gentes (sumidas en el atraso y la ignorancia) esperaban de ellas efectos casi mágicos y no dudaban en peregrinar largas distancias para contemplar y, si podían, tocar las más preciadas. El Santo Grial, la cabeza de S. Juan Bautista (existían dos "autentificadas" por la Iglesia), la corona de espinas de Jesús, la Sabana Santa e infinidad de cuerpos incorruptos (desde S. Francisco a S. Catalina de Bolonia pasando por S. Bernadette, la interlocutora de la virgen de Lourdes). Aunque esta práctica religiosa se fue atenuando con el tiempo (y una mayor instrucción de la gente), todavía hoy su exposición sigue congregando a los fieles. Hace unos días, sin ir más lejos, se volvió a mostrar al público en Madrid y con motivo del 400 aniversario de su canonización, el cuerpo incorrupto de San Isidro Labrador patrón de la capital del reino. No es la primera vez que el cuerpo del santo que ya en el siglo XII presagió el advenimiento de las subcontratas (no en vano, su milagro más conocido fue lograr que mientras él se dedicaba a la plácida tarea de la oración, dos ángeles le hicieran el trabajo de arar los campos del rico terrateniente que lo empleaba), abandona su urna para ejercer alguna acción beatífica sobre quienes se le acercan. El propio rey Carlos III pidió que le trajesen a la cama donde agonizaba el cuerpo de San Isidro, quizá recordando que, otro rey, Felipe II, recurrió al cuerpo de otro santo, fray Diego de Alcalá, para curar a su primogénito Carlos, príncipe de Asturias, muchacho que a pesar de su corto entendimiento y precaria salud, era extremadamente libidinoso y que en uno de sus lances amatorios persiguiendo a las sirvientas cayó por las escaleras de palacio entrando en un estado comatoso del que ni los mejores médicos podían sacarle. Sin embargo, el íntimo contacto con el cuerpo del fraile muerto un siglo antes ejerció de "revulsivo" y el príncipe despertó. No sucedió lo mismo con Carlos III al que ni el cuerpo de S. Isidro ni las canillas y el cráneo de la esposa de este, Santa María de la Cabeza, pudieron alargar la vida. Tan extravagante práctica sigue teniendo predicamento en los líderes políticos modernos y así hemos visto a un presidente del gobierno pedir ayuda al Apóstol Santiago para hacer frente a las adversidades que sufre España, a una ministra de Trabajo rogar a la Virgen del Rocío para que disminuya el paro o al presidente de Andalucía encomendarse a la Virgen de los Dolores para que le ayude a tomar "decisiones acertadas". Aunque con la deriva que lleva el país… ni el brazo incorrupto de Santa Teresa (al que tanta fe le tenía Franco) nos salva de la debacle.

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