La tribuna

Antonio Ojeda Avilés

La reforma laboral permanente

EN el vocabulario económico hay ideas-fuerza que por su simplicidad y rotundidad calan hondo en el público porque ahorran los matices de un debate más profundo. Abaratar el despido y reducir las cotizaciones a la Seguridad Social pretenden ser, de esta guisa, las recetas definitivas para que la economía funcione y cree empleo. Una afirmación recurrente, que ahora adquiere tonos lastimeros ante los hondos problemas que sufre la economía mundial y la nuestra en particular. Pero detrás de ello existe en muchos casos el interés de arrimar el agua al propio molino.

Los argumentos siempre han sido los mismos: con derechos para los trabajadores no se puede competir. Es lo que decían los empresarios británicos y franceses cuando se iniciaba la legislación laboral, allá en el siglo XIX, augurando una catástrofe económica para los países que osaran implantar el límite de ocho horas de trabajo. En Estados Unidos, la aprobación en 1886 de la Ley Ingersol llevó a acusaciones de "lunáticos poco patriotas" e incluso a ejecuciones de obreros que reclamaban su aplicación. Hoy día los argumentos son mucho más sofisticados y el trato definitivamente más civilizado, pero se sigue pensando que las leyes laborales perjudican a las empresas por el "coste de transacción" que suponen.

No parece que la afirmación sea cierta. Hay países con pocos derechos laborales, como Irlanda, que está sufriendo una de las peores crisis de los países europeos, después de haberse aupado hasta los primeros puestos. En España, las leyes laborales que ahora se condenan han estado ahí desde 1980 y por ende han tomado parte en el enorme sorpasso de nuestro país y en la impresionante creación de empleo del presente siglo, en la misma medida en que ahora participan de la tremenda destrucción. Es posible que nuestra indemnización por despido improcedente sea la más alta de Europa, pero tal afirmación debe de inmediato acompañarse de ciertos matices, como que en Holanda hace falta la autorización administrativa para despedir, o que en Alemania la cogestión limita ampliamente la capacidad de decisión de los empresarios. ¿Y qué decir de Suecia, donde lo primero que hacen los empresarios cada lunes es reunirse con el sindicato para revisar los problemas de la semana (Ley de co-decisión de 1976)?

Ocurre igual con la rebaja de las cotizaciones a la Seguridad Social: en el conjunto de países europeos nuestro porcentaje empresarial se sitúa en la gama alta, a pesar de lo cual el coste laboral unitario (entendido como la suma de todo lo que cuesta un trabajador al empresario) continúa siendo bajo. Lo que sucede es que después se tamiza con la productividad del trabajador, y ahí no salen las cuentas, como si la productividad fuera culpa exclusiva del empleado. Acabamos de hacer una rebaja de cotizaciones en este año 2009, de aproximadamente un 3%, por lo que pedir todavía más equivale a forzar la máquina por partida doble.

Seguramente abaratar el despido y las cotizaciones alivia la gestión empresarial y mejora sus beneficios, no hay duda de ello. Pero con tales reformas el país no es claro que mejore. Habría más despedidos, y la Seguridad Social no podría protegerles. Pues las normas laborales sirven de factores de redistribución de beneficios empresariales estimulando el consumo y la paz social aun a costa de cerrar las empresas menos competitivas. Hay un dato singular a este respecto: la OCDE defendió en 1999 la tesis de que el paro en Europa era mayor que en Estados Unidos por las normas de protección a los trabajadores. En 2006 hubo de retractarse, afirmando que el impacto de las normas proteccionistas era estadísticamente insignificante para determinar el porcentaje de paro de cada país.

Tenemos otras explicaciones más poderosas del desempleo en las que no voy a entrar: la caída de la construcción, la falta de créditos o la baja productividad, y sería más provechoso dedicarnos a remediarlas que a sacar ganancia en río revuelto. No digo que no hagan falta reformas laborales. El título de este artículo, tomado de un escrito del profesor Palomeque en 2001, indica hasta qué punto lo laboral se encuentra en perpetua tensión. Pero esas reformas van en la línea técnica apuntada por Fernández Ordóñez en el Congreso de Diputados el pasado día 23: según él, es absurdo plantear el despido barato, pero debiera reformarse la negociación colectiva, mejorar la movilidad y formación de los parados, y evitar los "dictámenes superiores", lo que entiendo va referido a la autorización administrativa en los expedientes de regulación de empleo. Luego, el inefable Miguel Ángel Fernández Ordóñez descarga su artillería a diestro y a siniestro, pero lo fundamental está ahí.

Refundar un Derecho, aunque hablemos del sudoroso Derecho del Trabajo, trae fuertes implicaciones, algunas muy negativas. Practiquemos la prudencia como los romanos y hagamos, mejor, reformas inteligentes.

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