Tal cual. Yo siempre quise ser Picasso. Sabía de sus andanzas por los artículos periodísticos antiguos, biografías, obras y demás literatura de la época, especialmente por su vida parisina, pero me moría por entender qué llevó a esa cabeza a ver la realidad yuxtapuesta en cubos de colores.

Ya saben ustedes, miras sus cuadros de la época cubista y piensas que qué mosca le habría picado al muchacho, pero terminas queriendo comprender que igual cogió frío y se quedó malito. De todas formas, a mí siempre me apasionó su historia en la que fue detenido bajo sospecha del robo de la Mona Lisa en el Louvre o aquellas tertulias con los genios de la época en el barrio de Montmartre.

Así que me leí todo lo que llegó a mi alcance y así fui conociendo a otros genios de la pintura impresionista que le precedieron, quedando prendado de las obras de Monet, Renoir, Cézanne y mi pelirrojo favorito, Vincent Van Gogh, que me llevaron en alguna ocasión hasta el museo d´Orsay.

Pero esta historia de la pintura me viene al caso porque en una de las ocasiones que visité Reina Sofía de Madrid, donde luce a todo trapo el Guernica de mi Pablo, y tras ver antes alguna de esas esculturas raras de Miró que tanto gustan a los intelectuales y varias maravillas del sublime Dalí, alcancé la sala del bombardeo y quedé petrificado. Mazazo de pintura y embobamiento generalizado con los apuntes del Guernica y otras obras paralelas de tan sublime creación. Grande mi Pablo (otra vez), aunque yo me mosquease con él cuando conocí que en la recta final de su vida (vivió más de noventa) se dedicaba a hacer caja con la cerámica en serie y unas litografías horrorosas.

Pero estando en el museo Reina Sofía, al otro lado del muro en el que colgaba el ilustrísimo Picasso, miles de personas de todo el planeta también se maravillaban con obras de un tal Guillermo Pérez Villalta, un tarifeño que nació el 12 de mayo de 1948 y que vive, y que tiene en Algeciras obras tan importantes como la del Kursaal.

Yo ya le había echado el ojo a algunas de sus obras, incluso me reía mucho con el "sabio de Tarifa" (así bautizó Jesús Quintero a Juan Luis en "los ratones coloraos"), cuando comentábamos el cuadro de "marranos" que coronaba el centro de su patio/restaurante tarifeño y que le había regalado su amigo Guillermo.

Otro día estuve cerca de comprar uno de sus cuadros, inaccesibles a un proletario como yo, que donó a un mercadillo benéfico de Nuevo Futuro, pero no llegué a tiempo. Así que cuando me vi aquel día al otro lado del muro de Picasso, delante de cuadros de Pérez Villalta como Grupo de personas en un atrio, retrato de los esquizos de su movida madrileña, o Personajes a la salida de un concierto de rock, pensé en lo ignorantes que podemos llegar a ser en nuestra comarca de nuestras cosas y nuestras gentes.

Yo siempre quise ser Picasso, pero les confieso que aquel día también quise ser Guillermo Pérez Villalta.

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