En 1969 Laurence J. Peter, profesor titular de Pedagogía en la Universidad del Sur de California, publicó el libro El principio de Peter, un ensayo en el que desarrolla la teoría de que en cualquier organización jerarquizada todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia. Deducido del análisis de cientos de casos de manifiesta ineptitud observada en los más variados organismos e instituciones, el profesor Peter llegó a la conclusión de que, con el tiempo, todo puesto relevante tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar las obligaciones que conlleva dicho cargo. Los ejemplos recogidos en el libro están referidos mayoritariamente al ámbito empresarial o laboral, aunque parece incuestionable que es en el campo de la política donde las conjeturas del profesor se muestran con mayor evidencia ya que si a la incompetencia natural de la mayoría de cargos públicos le añadimos el principio desarrollado por Peter de la inutilidad inherente a quienes ascienden a los puestos claves del aparato político, el resultado no puede ser más catastrófico para el pueblo. El peculiar mundo de la política parece el escenario ideal para que florezca la incompetencia ya que los efectos desastrosos que se suelen derivar de ella, no recaen nunca sobre sus causantes directos, sino que son los ciudadanos (que antes les votaron) los que sufren sus desmanes. Llevamos suficiente tiempo en un teórico régimen democrático como para saber que los políticos forman una casta aparte del resto de la sociedad. No importan las diferencias ideológicas ni importan los diferentes modelos de convivencia preconizados por cada partido; a la hora de la verdad todo es una puesta en escena que encubre una descorazonadora verdad: a los políticos lo único que les preocupa es mantener su privilegiado estatus ya sea en el gobierno, la oposición o en alguna canonjía concedida por sus partidos en recompensa a su fidelidad. Qué mejor prueba de la veracidad del principio de Peter que, por ejemplo, la composición del Parlamento Europeo. Aquellos que ya no sirven en la política nacional se les eleva (con una sutil patada) hasta Europa. Se les multiplica el sueldo, se les engordan los gastos de representación y se les exime de trabajar, es decir, la incompetencia bendecida por los partidos y refrendada en unas elecciones por unos ciudadanos en los que la buena fe va de la mano de la ignorancia. Lo mismo se podría afirmar del Senado, un organismo inútil que da cobijo a un montón de partidarios languidecientes y que, para mayor oprobio de la ciudadanía. se da el capricho de gastar 1 millón de euros en traductores para ningunear el castellano y hacer el ridículo. Y cómo no ver el sesgo de Peter en el ruinoso Estado de las Autonomías: tan ineficaz para los ciudadanos con cuyos impuestos se sufraga como provechoso para los políticos que lo entienden como una inagotable cornucopia para disfrute de prosélitos y correligionarios.

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