Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Fuera políticos de las placas

Llegado en un magnífico AVE a la Estación de Atocha de Madrid, y conmutado en metro de forma inmediata a la Estación de Chamartín, tomé en pocos minutos un no menos magnífico Alvia que en rato me plantó en medio de la nada. Una nada también magnífica, en la comarca zamorana de Sanabria. Con la provincia de portuguesa de Trás-Os-Montes a la izquierda y detrás de, lo dicho, unos montes, el apeadero -de nombre Sanabria Alta Velocidad- es una construcción dura, hecha de puro hormigón, acero, metal oxidado a posta y cristal; fantasmagórica en su rotundidad funcional. La inversión en Alta Velocidad del Estado refleja en aquellas laderas de frontera e histórico contrabandeo la despiadada intervención del hombre en la naturaleza: todos tenemos derecho, dirán por allí; no tanto los de los pueblos no premiados por el trazado, no hay dinero para los olvidados.

Salvo por la señalética propia de una estación, los enormes paramentos grises no hacían concesiones a murales, instalaciones contemporáneas, frisos conceptuales ni ningún ornato decorativo. Sí había una placa con la que transeúnte se topaba sí o sí en su trayecto desde el andén a la explanada de taxis: el "Ilustrísimo Sr. Ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, D. José Luis Ábalos inauguró el tal de tal esta estación...". Un ministro oscuro, de dudosa capacidad curricular -el carné no es currículum, aunque lo propicia, ya vemos-, afecto al trajín, a la postre fallido, quizá para siempre, y no para la historia. Pero con su pedazo de placa en su pedazo de Estación de Sanabria Alta Velocidad, un lugar costeado por los españoles a lo largo de años con diversos gobiernos y montañas de millones públicos -así tiene que ser, opino-. Pero la placa, para el pájaro fugaz.

A ver cuándo dejamos de enredarnos en memorias históricas puramente antifranquistas o anticonquista... cuánto tiempo de trabajo político perdido, cuánta mala leche y tinta de calamar esparcidas. Empecemos por erradicar la costumbre de otorgar nombres de calles a los políticos nacionales, regionales o locales de cualquier adscripción política o valía. Porque lo de la valía es algo opinable. Es fácil: ponemos nombre como en Manhattan, haciendo combinaciones nemotécnicas y orientadores con letras y puntos cardinales, y a trabajar: figurones, out. A fin de cuentas, las plazas y calles y sus nombres se pagan. Suelen pagarlos los contribuyentes, que no el baranda. Se me ocurre que, y lo propongo, que la calle central de cada ciudad y pueblo se denomine Avenida del Sufrido Contribuyente (rúa,avinguda, etorbidea).

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