Se cumplen cuarenta y seis años de la celebración de la primera Feria del Libro en Algeciras. Corría el primero de la Transición y la plaza Alta se llenó de provisionales casetas de blancas barras de metal recubiertas con impermeables lonas de rayas. Eran tiempos de eclosión de este tipo de eventos. En marzo de 1976, todo el perímetro de nuestra plaza se cubrió por vez primera de expositores alrededor de la regionalista fuente de cerámica, de los faroles de forja y los azulejos del Quijote.

Bajo vigilantes palmeras canarias, junto a naranjos quemados por el salitre del levante, entre olores a boticas, casinos, café tostado e incienso, recuerdo las portadas apiladas, ofreciéndose tentadoras a una mirada que las manos correspondían. En esa cuadrada plaza accedí a lecturas memorables, donde entendí que eran compatibles los años de soledad con los rayos que no cesan; que había marineros en tierra, amor en los tiempos del cólera y ciudades con más de un millón de cadáveres -según las últimas estadísticas-; que una mujer se rebeló en los juncos de la orilla o que se podían escribir los versos más tristes esta noche. Fui capaz de ver lo que pasó durante dos días de setiembre, descubrir el mundo de Juan Lobón, marcar el perfil del aire, ser perito en lunas o comprobar que dulce como este sol era el amor. Me adentré en los irreales senderos de la Argónida y aprendí a distinguir entre espejos y espejismos; viví primaveras consagradas, llanos en llamas, mares de azogue y noches amables, incluso más que la alborada. Comprobé que la vida es sueño y que somos el tiempo que nos queda; que la sombra del ciprés es alargada o que el mar podía ser a veces carmesí. Viví en ciudades aladas, recorrí sendas imperfectas, navegué por páramos sin viento. Rocé el cielo con las manos pasando páginas de tierra; dediqué insomnios y silencios a deshojar flores del mal, ver castillos invisibles y sentir metamorfosis; crucé mares que la luna rielaba, cielos amarillos como la infancia y tierras anchas y ajenas. Bailé las danzas de la muerte, entoné los cantos a la vida, enjugué los llantos de los hortelanos y atisbé los gozos y las sombras. Vi la luz de la bohemia, las noches lúgubres y los cantos de vida y esperanza. Entendí que se puede sentir sobre los labios el vientre viscoso y frío de un sapo o que se puede ser feliz de cualquier modo.

En estos días, la plaza se vuelve a llenar de puertas abiertas frente a la fuente de cerámica y los azulejos del Quijote. Los libros vuelven a mostrarse sobre mesas al alcance de la mano dispuestos a seguir alumbrando universos. Para seguir viviendo a sangre fría y con la lengua en corazón bañada, para seguir esperando a Godot entre molinos gigantes e individuales odiseas, pasen y lean. Merece la pena.

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