Las insignias de solapa pueden convertirse en habituales objetos de colección que acaban amontonándose en cajas que poseen la cotidianeidad de los objetos con los que convivimos sin apenas darnos cuenta. También sin darnos cuenta proliferan algunas en las chaquetas de muchos políticos, quienes se muestran en público con un pin circular que se ha convertido en viral, otra de las palabras de moda. Si no es proporcionado por contactos varios, puede adquirirse en las variantes de modelo económico o de negocio y está conformado por un aro donde se insertan una serie de diecisiete trapecios de colores que siguen un orden aleatorio, sin respetar gamas ni combinaciones cromáticas. Los que somos legos en el análisis de los códigos macroeconómicos tardamos en interpretar que se trata de iconos de lo que ahora se conoce como Objetivos de Desarrollo Sostenible: referentes de una economía circular muy en boga que defiende un crecimiento precisamente sostenible en el tiempo, que se materializa en una optimización de los recursos, una reducción en el consumo de materias primas y un aprovechamiento más racional de los residuos. Son premisas de lo más sensatas con las que coincidimos y se muestran de lo más oportunas en vista del continuo proceso de degradación ambiental al que sometemos a nuestro entorno.

Al escribir sobre estos loables presupuestos, no dejan de colarse a través de las rendijas de la memoria infiel los recuerdos de la infancia cuando acompañaba a mis mayores a comprar víveres al amplio almacén de Holgado de la calle del Ángel. Allí nos despachaban arroz y legumbres a granel que empaquetaban en papel de estraza; allí portábamos las botellas vacías de un cristal abollado por el uso y volvían a llenarlo del aceite que impregnaba con su olor las ocultas alacenas; allí comprábamos el café y las especias, los salazones y los cereales en grano, que llegaban a casa en conos de papel cerrados con el mimo de lo valioso. Cada mañana mi madre acudía con un capazo de palma al mercado a comprar alimentos para los más de cien comensales que cada día almorzaban y cenaban en el negocio familiar. Con ella iba un mozo que colocaba en un carro de hierro verde cestos con verduras y apiladas cajas de carne y pescados que se aprovechaban sin desperdicio. No conocíamos el plástico; ninguna botella se tiraba: los envases de vino, leche, cerveza, refrescos, se guardaban a la espera de ser utilizados. No se empleaban locuciones hoy al uso; sin embargo, apenas se generaban desechos; no había insignias de solapa virales, sino un modo de actuar colectivo que tenía que ver con una conciencia de austeridad muy arraigada que hacía optimizar los recursos, racionalizar el consumo de las materias primas y aprovechar los residuos, aunque en aquellos tiempos nada se supiera de la circularidad de la economía en trapecios de colores.

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