En la cola del supermercado, alguien conocido se acercó a saludarme. En la breve conversación mientras los productos del carro pasaban por la cita me preguntó qué estaba haciendo ahora suponiéndome de vacaciones a lo que contesté que ya había arrancado el Aula de Verano. Al imaginarme revoloteándome de nuevo todos los polluelos pareció salirle de muy dentro, contundente, que yo nunca paraba. Me gusta mucho lo que hago y no me cansa, contesté; y después, sin pensarlo siquiera, como un vómito incontenido de palabras saliendo de la boca, añadí que los adultos habían dejado de sorprenderme para acto seguido esbozar una sonrisa que fue correspondida con otra suya, y sin más, nos despedimos. Una vez dentro del coche, con la compra en las bolsas y abonada, rescaté la reflexión hecha y le di alguna que otra vuelta. Una cola de supermercado da para poco así que no pude llegar a matizar lo que me salió sin casi pensarlo, y al no pensarlo sé que mentira no era; suele esconderse la mentira tras una reflexión previa, la espontánea suele ser más sincera; esto es algo de lo mucho que a diario me recuerdan los niños.

No es del todo cierto eso de que no paro. Lo hago a diario, por eso no me canso, porque cuando paro, desconecto, reposo y disfruto. Tengo tiempo para desayunar, comer y cenar tranquilamente que es algo de suma importancia, tiempo para dedicarle a mis plantas, al yoga, a la lectura… Es más cierto quizás eso de que los adultos dejaron de sorprenderme, pero esta afirmación toma valor cuando directamente la comparo con la magnífica forma que tienen de sorprenderme los niños. Cada día con ellos es un aprendizaje, un laberinto del cual desconoces la salida, una realidad sin filtros, un reto personal con mi niña interior de la que apenas recuerdo, un poner a prueba mi paciencia, mi empatía, mi imaginación, mis ganas de jugar con la vida… un verdadero reconocimiento a lo necesario que me es dar y recibir amor, dejar que te abracen de esa forma que solo ellos saben hacer y abrazar de esa forma en la que solo así se les abraza a ellos.

Me sorprenden por todo lo que esconden sus miradas y que hasta ellos mismos desconocen todavía, por las virtudes innatas que les veo, por lo pronto que olvidan las rencillas, por su bendita inocencia… Como pez en el agua me siento cuando los tengo cerca

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