Primera perplejidad: mientras leo con avidez, fruición y deleite "El infinito en un junco", esa impecable exaltación de la lengua, los libros y la escritura -de la cultura, en fin, con sus siete letras en mayúsculas-, el telediario dice que se va a crear una Oficina del Español en Madrid. Menos mal, pienso, que no será una "Oficina del Español de Madrid". Menos mal, pienso, que todavía queda gente como Irene Vallejo para redimirnos de la ignorancia y de la caspa. Los españoles somos capaces de lo mejor y de lo peor.

Segunda perplejidad: se ve que el español está falto de promoción y es necesario invertir en él más dinero público. De nada ha servido que en 1713 se creara la Real Academia Española y que ya haya otras 23 academias nacionales dedicadas al español en el mundo. Para nada ha valido que el Instituto Cervantes, con treinta años de experiencia a sus espaldas, tenga ya 88 sedes en 45 países de los cinco continentes, sin contar las dos sedes que tiene, precisamente, en Madrid y en Alcalá de Henares. Se ve que los 15.333 cursos impartidos durante el último curso -pandemia incluida- con sus 135.736 personas matriculadas no son suficientes. ¿Y qué decir de las 4.882 actividades culturales de promoción del español desarrolladas en el mismo período? Solo asistieron casi dos millones de personas. Muy pocas. Poquísimas.

Tercera perplejidad: los que van a acometer la titánica y pionera tarea de promocionar el español fuera de nuestras fronteras son los mismos que, por ejemplo, por razones ideológicas y políticas, cerraron la sede que el Instituto Cervantes tenía en Gibraltar, desatendiendo la retracción cada vez mayor de nuestra lengua en ese territorio. Lo digo porque lo sé; y lo sé porque las nuevas generaciones de mis familiares gibraltareños o no usan ya el español o apenas saben usarlo. Ahora que el Instituto Cervantes ha vuelto a abrir allí sus puertas, aún hay lugar para la esperanza.

Cuarta perplejidad: no ama realmente su lengua -ni ninguna otra- quien la usa, sea de la ideología que sea y del lugar que sea, como un mero instrumento político para defender sus intereses partidistas y nacionalistas. Entre otras cosas, porque el inmenso patrimonio cultural que constituye un idioma carece de sentido si se le aísla del resto de las lenguas y se empobrece, siempre, en el espacio de la intolerancia y la politización. Porque no es más importante una lengua que hablan millones de personas que cualquier otra de las 3.000 que ahora mismo están en peligro de extinción. Porque nadie es mejor que nadie por hablar de una forma u otra. Porque una lengua, a fin de cuentas, debería servir sobre todo para entender, dialogar, transar, aprender, enseñar o perdonar y, lo menos posible, para engañar, corromper o despilfarrar.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios