Campo chico

Alberto Pérez De Vargas Alpedeva@bio.ucm.es

La percepción Moratinos

Todo un ejemplo de buen periodismo gráfico me pareció la fotografía del ministro Moratinos con el Peñón al fondo sobre el horizonte del puerto y en la redacción de Europa Sur. Como seguramente todo el mundo sabe, el jefe bien a mi pesar y pese a la turbación que ello me produce de la diplomacia española estuvo la semana terminada visitando las instalaciones de nuestro periódico. Pensando en ello y en algunas de las frases hiladas por el ministro empecé a reinar en torno a la complejidad de la naturaleza humana. Algo le disculpa: Moratinos no es hombre de palabra. No quiero decir que sea un frívolo, ni mucho menos, sino que lo del lenguaje no se le da bien, le pasa como a Magdalena Álvarez, sólo que en la reconvertida malagueña de San Fernando se añade su naturaleza andaluza que aporta desafortunados efectos, que diría Carme Chacón, a su forma de ser. Moratinos es de ascendencia andaluza, pero nació y vivió en Madrid. Luego, el Gobierno Aznar lo nombró Embajador de España en Israel en uno de esos gestos tan propios de la derecha celtíbera, situándolo en la más alta dignidad que puede alcanzar un diplomático, poniéndolo en condiciones de aspirar a otros cargos y orientando al PSOE que estaba por venir.

En cuatro años se ha hecho más que en los tres siglos que median desde la pérdida de Gibraltar, dijo Moratinos mirando con ojos saltones hacia la Roca. Tal afirmación y la convicción que parece subyacerle, es lo que me ha hecho pensar en el fenómeno de la percepción de una realidad vacía de cualquier consideración objetiva. ¿Qué es lo que pasará por esa cabeza para creer que la faena ha sido y es buena y conveniente? Sin duda no puede ser más que producto del mismo impulso intelectual que se genera en el cerebro de los fans de los cantantes o de los hinchas de los equipos de fútbol. Transforman la realidad en una visión apañada por el propósito de que lo que se ve sea como se quiere que se vea. Algo así les pasa a los nacionalistas y a todos los que crean un contexto superpuesto sobre la realidad de los hechos incuestionables. Si la objetividad, en la medida de lo posible, se impusiera, su efecto sería no sólo reconfortante sino positivo. Bastaría con que el ministro, o el que estuviera en un caso semejante, examinara con frialdad e inteligencia lo que hubo y lo que hay, el efecto que sobre los intereses del sujeto en nombre del que se gestiona tiene lo derivado de la gestión realizada y los cambios de situación que para la parte representada se registran como consecuencia de lo alcanzado. ¿Alguien podría hacerlo en este caso? Ya no se ayudaría al ministro pero, al menos, no pasaríamos por ser, como nos pasa con el New Flame, completamente idiotas.

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