Soy incapaz de recordar el sonido del corazón de mi madre. Dicen que cuando uno es un bebé encuentra consuelo sobre el pecho materno porque reconocemos en sus latidos la protección de aquellos meses en los que nadábamos en sus entrañas.

Los sonidos marcan nuestras vidas en un vaivén nostálgico que lo mismo los desprecias por cotidianos que los añoras cuando desaparecen. La vida está llena de sonajeros, de cajitas de música, de arrullos, de timbres de colegios, de algarabías de recreos, de cancioncillas preescolares con las que aprendimos a leer, de llantinas y berrinches, de rezos de primeras comuniones, de los acordes básicos de una guitarra vieja, de los murmullos de las olas mientras titilaban lucecitas en el horizonte de Gibraltar, de la voz hiriente de Silvio, de las órdenes del capataz por San Isidro y el murmullo atronador de la Feria de Algeciras observada desde San Bernabé.

Los sonidos nos llevan de la mano por la vida y nos ayudan a entenderla: el agua serpenteante hasta romper en las Pozas de la Garganta del Capitán, el trajín diverso del mercado Ingeniero Torroja, los ecos mutilados de la lonja pesquera, la sirena que llamaba al turno a las mujeres de la Conservera de la Cuesta San Francisco y las cajas de cambios de los autobuses de la CTM que protestaban a cada movimiento.

Sonidos grabados a fuego para siempre en Las Palomas recordando cada par de Miguelín, viseras pá la caló, al rico bombón helado, las almohadillas, la banda con el pasodoble de Algeciras y las tómbolas con sus tablillas y charlatanes.

Sonidos del Mirador. Pepe Ojeda, Rafael Piñero, Garín y Antonio Vázquez poniendo las voces, las alineaciones que se daban "por gentileza de yogur Pimba" y el canto de los goles que iba desde el Manila hasta Los Ladrillos. Eran los ecos de una Algeciras de los setenta.

Y uno se va haciendo mayor y descubre que lo peor de los sonidos que nos acompañaron durante nuestra vida son los silencios de hoy.

El silencio del cuarto de los niños que volaron, del salón recogido sin juguetes por el suelo, de la risa de mi madre, de los consejos de mi padre, de las olas que no son olas en Los Ladrillos, de un llano que no es una lonja en el puerto, de un centro comercial que no es un Mirador y de unas ruinas que ya no albergan los rezos de las monjas que cuidaban a los ancianos en el asilo de San José.

Lo peor es el silencio. Descubrir que, cuando se van nuestros seres queridos, el silencio se adueña de todo. Quedan las sonrisas del recuerdo, unas manos parecidas y unos apellidos que defender. Nunca pude recordar el sonido del corazón de mi madre, pero estoy seguro que mi sístole es el suyo y mi diástole es el del corazón de Algeciras.

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