Los pastores

En la adoración de Murillo, es el hombre, desnudo, quien cobija dulcemente sus esperanzas bajo el áspero cielo de diciembre

Este año, los décimos de Lotería venían ilustrados por la Adoración de los Magos de El Bosco, cuadro de un amarillo tenue y misterioso y pintor predilecto de Felipe II, cuyo gusto vino sabiamente instigado por el cortesano y erudito Felipe de Guevara. Para la Lotería de Navidad, sin embargo, quizá hubiera sido más oportuna alguna de las adoraciones pastoriles que abundan en nuestros museos, y que llegan antes, cronológicamente, que el solemne y mágico cortejo de los Reyes, cuyo origen y dignidad desconocemos, pero cuyas tumbas, si hemos de creer a Marco Polo y no al sepulcro de la catedral de Colonia, estaban ya en número de tres en los vastos arenales persas, cada una coronada por una cúpula.

Sin salir del Prado, hubieran podido elegir La adoración de los pastores de El Greco, cuadro que se nos presenta como una extraordinaria y nocturna fantasmagoría, de la que parece emanar una luz azulada, electrizante, nunca vista, y a cuyos pies estuvo enterrado El Greco durante algunos años, en su sepultura de Santo Domingo de Toledo. El propio Murillo quiso enterrarse, y se entrerró, en la antigua iglesia de Santa Cruz, bajo el Descendimiento de Pedro de Campaña, aquel Pieter Kempeneer, venido de Bruselas, que trajo consigo una ternura, un suave dramatismo, desusado en Italia. También en la Catedral, donde se encuentra hoy el Descendimiento, se halla, junto a la Puerta de la Natividad, el retablo del Nacimiento de Luis de Vargas, cuya obra central es una hermosa adoración pastoril, agitada, grave y colorista, pero en cuya base, en la predela, nos encontramos con una enigmática Adoración de los Reyes escenificada en unas ruinas subterráneas. Según Nicole Dacos, se trata de la primera representación de este tipo, influida por el hallazgo de la Domus Aurea de Nerón en una gruta ( de ahí la palabra grotesco) junto al Coliseo.

En cualquier caso, una de las grandes adoraciones del XVII es la que pinta Murillo para los Capuchinos, y que se halla en el Bellas Artes de Sevilla. Ahí, en esa umbría nocturna, acogidos por una frágil y maltrecha arquitectura, se realiza el milagro pictórico del calor humano, obrado por un uso avaro del color y la luz, que triunfan, con enorme cautela, de las sombras. En la Adoración de los Magos, es el tributo de la sabiduría antigua quien comparece ante el nuevo Dios. Pero aquí, en este soberbio cuadro de Murillo, es el hombre, el hombre desnudo, la humanidad más despojada y ruin, quien cobija dulcemente sus esperanzas, bajo el áspero cielo de diciembre.

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