Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

A paseo

Los núcleos más visitados de las ciudades se parecen entre sí hasta el punto de resultar indiferentes

Más allá de que el Gobierno, la sociedad civil, el Ejército y el vecino del quinto estén más o menos preparados para la desescalada, estos primeros días de desconfinamiento controlado han permitido contrastar una evidencia: en las calles de nuestras ciudades ha reinado el desconcierto, la sensación permanente de aglomeración y la sospecha de vulneración de las normas porque las mismas calles no están pensadas para esto; es decir, para soportar un gentío con ganas de volver al aire libre no para comprar, ni para ir a cenar ni para consumir, sino, sencillamente, para pasear. Existen la responsabilidad, el sentido común y su ejercicio, por supuesto; y, de hecho, los informes hablan de un comportamiento singularmente ejemplar de la sociedad andaluza en este sentido. Pero el compromiso personal no tiene otra condición que la realidad, y ésta nos cuenta, ahora con especial claridad, por si se nos había olvidado, que al menos desde los 90 la principal preocupación urbanística no ha sido la relativa al espacio público, al ciudadano y sus derechos, al vecindario y sus lugares para el esparcimiento o el encuentro espontáneo, sino la que asume al usuario como cliente, potencial artífice del gasto. Lo que explica, entre otros motivos, que buena parte de los servicios hayan quedado consagrados al turismo.

Especialmente los centros urbanos, pero también los barrios con una determinación creciente y en municipios cada vez más pequeños, son concebidos como espacios no para estar, sino para consumir, a la manera de centros comerciales abiertos o de terrazas para la hostelería en desbocada expansión. De ahí que tengamos cada vez menos mobiliario público, que no haya opción para detenerse, que solamente quepa ir de acá para allá, de una franquicia a la otra, y que elementos como un banco, un árbol que dé sombra, una fuente o un parque infantil parezcan ya atracciones de feria. La siguiente consecuencia es la calidad homogénea: debidamente peatonalizados para facilitar las transacciones, asépticos y anónimos, los núcleos más visitados de las ciudades se parecen entre sí hasta el punto de resultar indiferentes. ¿Qué cabría esperar de una legión de paseantes con todos los comercios y restaurantes cerrados? Pues lo que ha quedado: la impresión de que estaba todo fuera de sitio, mal ajustado; de que esa gente no tenía que estar ahí, sino comprando.

Igual la lección invita a considerar las ciudades no como marcas obligadas a competir entre sí, sino como espacios favorables a lo mejor de la experiencia humana. O no, borren eso. No hay que ser tan idealistas.

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