Las palabras como máscaras

Con el lenguaje no solo podemos comunicar o transmitir sentimientos: podemos enseñar, seducir, engañar, pervertir

Durante toda mi vida profesional he transmitido la tesis de que la función básica del lenguaje es la comunicación y esta ha de ser clara, directa e inteligible para que el receptor pueda captar correctamente el mensaje. La lengua también posee un rasgo propio de quienes la utilizamos: el de la economía, que equivale a efectividad, lo que permite transmitir el máximo de información con el mínimo esfuerzo. Este fenómeno resulta de lo más habitual en los mensajes directos, en la comunicación oral donde usamos palabras monosémicas, claras, con un significante que no admite el menor atisbo de duda. Ahora bien, el lenguaje también es reflejo de la propia condición humana y esta posee rasgos menos confesables. Es entonces cuando la confusión entre la palabra y la realidad hace de las suyas.

Con el lenguaje no solo podemos comunicar o transmitir sentimientos; podemos enseñar, seducir, engañar, pervertir, manipular o, simplemente, cubrir nuestras más impronunciables incompetencias. Cuando la realidad se muestra hosca, incomprensible, hostil, o, simplemente, incómoda, se suele edulcorar con la palabra. Durante años he impartido clases en el Centro Penitenciario de Botafuegos; ninguno de mis alumnos se referían a él con este eufemismo. Todos los internos se consideraban presos recluidos en una cárcel que lo políticamente correcto intentaba enmascarar. En la enseñanza secundaria he podido comprobar cómo, a lo largo de los años, ha habido palabras que se han convertido en tabúes, como "examen", "suspenso" o "asignaturas pendientes", llegándose a acuñar sintagmas tan complejos como "pruebas para alumnos con materias no superadas de cursos anteriores", lo que llevaba al desconcierto de buena parte de esos alumnos que no entendían su significado y acababan no presentándose a algo cuyo significado desconocían. Ahora bien, los significantes no solo enmascaran la realidad; en ocasiones pueden servir como sutil medio con el que se justifican nuestras propias impotencias.

En unos tiempos en los que las catástrofes naturales están a la orden de las noticias, se acuñan términos que no dejan de sorprender. En cualquier informativo nos topamos entre mapas e isobaras con el amenazador aviso de la formación de una dana o la aparición de súbitas ciclogénesis o volcanes explosivos. Estos días hemos vivido también con una extraña mezcla de azoramiento, inquietud e indignación el alarmante incendio que ha asolado las laderas de Sierra Bermeja, que ha amenazado vidas humanas, pueblos, bienes y paisajes de castañares y pinsapos que muchos tenemos alojados en los más amables recovecos de nuestra memoria. En todos los medios se ha catalogado el incendio como de "sexta generación". Con ello, no solo se utilizan recursos hiperbólicos para captar la atención del oyente o lector en una pirueta lingüística que prácticamente ha anulado a los de generaciones anteriores. La inmediatez y la búsqueda del impacto han hecho emplear términos que en el fondo esconden la dificultad que tenemos para cambiar o mejorar la realidad, para lo que se necesitan algo más que palabras.

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