Cambio de sentido

No es país para viejos

No es que los mayores sean tontos, es que aquí hay quienes se están pasando de listos

Y eso que cada vez hay más, dice el INE. A los mayores de siempre, últimos custodios de la tradición oral, de la memoria viva, de carácter y nombres prodigiosos y de una forma decorosa de vestir, hay que sumarles los mayores de nuevo cuño, más remozados y homologables en Europa, más activos, suele decirse (como si mi abuelo José María, en planta con su sombrero mascota desde las seis de la mañana hasta el día de su muerte o mi abuelo Paco, que siguió tallando la madera a pesar del párkinson, acaso no hubieran sido activos). No es país para viejos, como tampoco lo es para jóvenes, ni para gente de pueblo, ni -sobre todo- es país para tiesos. No sólo es por el trato que reciben nuestros mayores en las cada vez más escasas sucursales de los bancos; es que, en muchas estaciones de tren, como no hay taquilleros, tienen que volver a apañárselas con máquinas; es que en los supermercados tienen que pasar y embolsar los productos en cajas frenéticas; es que en muchos casos sólo existe una manera de ir del pueblo a la ciudad, y es con un vehículo por una carretera, lo que implica tener coche, carné y reflejos de lince. "Soy mayor, no idiota", proclama Carlos San Juan. El problema no es que los mayores sean tontos -nada más lejos-; el problema es que aquí hay quienes se están pasando de listos. Esos que se pasan de listos son quienes imponen de facto el modelo social y económico en el que vivimos. Y les va en lo suyo cada día mejor.

El efecto es terrible: a menudo siento en mis padres una sensación de desvalimiento inducido, de inferioridad asumida por no entender el nuevo móvil, o por no apañarse con el Facebook, o por no valerse a la hora de ir a echar un papel, o por pensar que su forma de expresarse no es la correcta, pues ya no hay quien no los despache con tecnicismos hueros. Cómo decirles que es exactamente lo mismo que me hace sentir a mí el traumatólogo cuando me habla como si yo hubiera hecho el MIR con él, cuando me responde al teléfono una voz humanoide o cuando tengo -obsolescencia obliga- que volver a comprarme un móvil. Es país sólo para listos. Nada de esto es opcional, no dejan a nadie desertar, hasta los servicios y trámites más esenciales cursan casi en exclusiva por internet. Como en la escena final de El cochecito, ganas dan de huir con Pepe Isbert carretera adelante, rumbo a Navalcarnero, donde nadie nos diga qué hacemos mal. Así nos dé el alto a mitad de camino -el tricornio por montera- la desalmada realidad.

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