Juan Carlos Ruiz Boix

Alcalde de San Roque

A mi padre, Antonio Ruiz

Antonio Ruiz

Antonio Ruiz / E. S.

La última vez que nos vimos fue el miércoles 1 de enero. Hasta tres veces. Primero, en la madrugada después de las uvas, andaba fastidiado en la cama. Luego en el almuerzo. Llegué tarde y ya dormía su irrenunciable siesta, pero ya me contaron que estaba mucho mejor, había comido y ya tenía planes en los días siguientes con mi primo Víctor. Luego volví sobre las 18:30, algo de merienda y tarde familiar con mis padres, mis hermanas, mi sobrino Dani y mi tía Lola en un día habitualmente muy aburrido, salvo que saquemos temas y anécdotas familiares del pasado. Y ahí yo soy un profesional que va pinchando temas de la infancia de mi madre o de mi padre: la única muñeca, de cartón, de mi madre, que le duró una semana hasta que se mojó; o la mili de dos años de mi padre en Madrid, y tantas otras.

Las últimas palabras que le recuerdo a mi padre son a mi hija Irene, del mejor conductor a su nieta. Irene va de muy mayor, 14 años, pero espabilá, que diría yo.

-Abuelo, ayer me recogí a las 4 de la mañana!!

-¡Chiquilla! y quién te recogió.

-Un taxi, abuelo.

-No, no;me llamas. Tú si vas a algún sitio me llamas y te recojo, sola en un taxi no te vengas.

-Me vine con los padres de una amiga, abuelo.

-Tú me llamas y yo te recojo a la hora que sea. Yo no tengo nada que hacer en todo el día, yo voy a la 1:00, a las 2:00, a las 4:00... Yo me levanto y voy, pero tu sola nunca. Yo voy por ti.

Sus últimas palabras. Estoy seguro de que no se le van a borrar nunca a mi hija. Como sus consejos de diario. Los suyos propios y los que yo le pedía a mi padre que le dijera a mi hija. Lo tenía de enlace. “Papá, la niña está rebelde, se enfada conmigo, no quiere estudiar, y bla bla bla. Dile algo mañana a ver si a ti te escucha más en el camino”.

Mi padre aceptó de inmediato cuando hace más de un año le dije que cambiaba a Irene de instituto y que le tocaba ir por ella todos los días a recogerla a Pueblo Nuevo. Por supuesto, aceptó sin dudarlo y allí estaba todos los días a eso de... una hora antes que acabaran las clases. “Tú me llevas a mi el primer día y ya me apaño yo”. Otra vez: “Yo no tengo nada que hacer en todo el día. Yo voy por ella”.

-Papá, la niña sale a menos cuarto, a las 14:45, si te vas de casa a las dos y veinte vas estupendo.

-Sí, sí, tú me dejas a mí. Yo me apaño.

Pocos días después:

-Papá, habla con el abuelo. ¡Qué vergüenza, papá! Se va allí una hora antes y se pone en la puerta, en toda la puerta. Allí con una silla. Sentado. Con el periódico. Allí sentado.

-Yo hablo con él. Yo se lo digo. Pero vaya, que tu abuelo pasa de mí. Él va a hacer lo que quiera. Y además tú lo sabes.

-Pues que no venga. Se lo dices, o que no venga. Qué vergüenza. Todo el mundo mirando.

Así varios días.

Al final pactaron ellos dos solos. Con mi padre era imposible convencerlo de algo que ya hubiese decidido. Pacto: Se retiraba un poco de la puerta. Un poco calle más abajo. Pero si hacía sol, la silla la sacaba y, por supuesto, llegar tarde nunca.

Cuando se ponía malo, o bien tenía algún ingreso en el hospital o alguna cita médica, me llamaba y me avisaba de que no podía ir. Que si yo con mis cosas, que si yo con la política... no vayas a dejar a la niña sola. Y tampoco es que se me olvide, pero tarde alguna vez llegué. Y mi hija protestando: “Mi abuelo siempre está antes. Con él me monto del tirón”. Bla bla bla.

Y así es mi padre. Entregado a sus nietos, y antes a sus hijos. Sin excesos, pero sin que nos falte de nada. Y no le pidas nada porque te lo regala. Siempre dándolo todo.

Nunca tuvo nada. A mediados de mes, siempre a la cuarta pregunta, pero por excesos. Que es tiempo de uvas, a Manilva, tres cajas, le vayan a faltar. Neveras llenas. Tijeritas y a repartir. “Papá, no me gustan las uvas feas, pasas”. Yo soy de invernadero. Uvas gordas, que crujan. Toma toma. “Éstas son mejores. Llévatelas”.

Y así con todo. Naranjas, mandarinas, brevas, el jamón, el vino de botella o de garrafa, el queso y lo que se le antoje. Y ojo que pida algo y se haya acabado. Ojito. Que nos atiborra.

Todavía recuerdo un año los 14 tarros de Nescafé. O hace años cuando empezó con la sacarina, ni que fuera a montar un bar. O ahora, que le dio por un zumo sin azúcar del Mercadona y los ha agotado en el súper. Él es así.

No tiene nada suyo. Podría contar mil anécdotas. Algunas conmigo ya las conocéis, seguro que la de las naranjas en la universidad os la he contado.

Pero me despido con el cariño y el amor a mis hijos. También a Rubén.

-Abuelo ,dice mi padre que tú juegas muy bien al billar.

-¿Tu padre? Tu padre no sabe.

-Papá, le he dicho que tú juegas muy bien, al billar, a las carambolas, a los dos.

-Ya hace mucho tiempo.

-Papá, Rubén quiere aprender. Llévatelo y le enseñas.

-Ya no hay mesas. Ya no hay bares con mesas de billar.

-Abuelo, vamos a ir un día.

Eso es hoy, por la tarde. A día siguiente mi padre va a su garaje. Busca su palo de billar, con la idea de regalárselo. Y encuentra su caja funda. Pero... no está el taco. Alguno lo ha cogido y no lo ha devuelto. Rebote enorme que se pilla. Y con insuficiencia respiratoria o no, allá que se va a El Corte Inglés de Algeciras a comprarle un taco a mi hijo. Se lo recorre entero, hasta la última planta, la de deportes, y no hay tacos, no venden.

Trae la caja vacía. Se lo cuenta todo a Rubén, y me pide que le busque eso “con los cacharros que pedís las cosas”. Traduzco, con Amazon. “Búscamelo y yo te lo pago”.

-Papá, ya lo he pedido. 40 euros vale.

-Toma. Yo se lo regalo.

-Tarda unos días en venir. Ya se lo damos para Reyes que tienes más nietos.

-Para qué. Tú se lo das cuando llegue. Y lo llevo a jugar.

El taco llegó. No le hice caso. Lo guardé para dárselo en Reyes. Y mi padre ya no pudo llevarlo a jugar. A él no le hubiera pasado jamás.

Gracias a todos por arroparnos en estos difíciles días. A todos los amigos y amigas que nos habéis trasladado por cualquier vía vuestras condolencias, nuestra mayor gratitud, la de mi madre, y la de todos mis hermanos. La familia Ruiz Boix siempre lo agradecerá.

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