Hay libros de una terrible belleza que están hechos de una fragilidad extrema. Esos libros que hacen que te tiemble la mano al sujetarlos porque sabes del peso emocional que las palabras contienen e intentan sostener, de "su doliente serenidad para nombrar lo innombrable".

En un programa dedicado a la lectura, una de las tertulianas los recomendó y he de decir que hasta ese momento no sabía de la existencia de su autora, que ya acredita un largo recorrido con varias obras publicadas. Toda una revelación que el devenir de la vida cruzó en mi camino. Tomé buena nota de su sugerencia y al día siguiente fui a la librería y encargué las dos obras. Primero llegó y traje a casa sus versos y días más tarde llegó su prosa.

Con los dos libros me ando con muchísimo cuidado, es material muy delicado; voy despacio para integrar en la emoción propia el vértigo que produce transitar, a través de sus palabras, la profundidad de la herida. Y a pesar del vértigo siento la necesidad de cruzar el puente que en cada párrafo o estrofa construye y me tiende. El título del narrativo: Lo que no tiene nombre (Alfaguara) y el de poemas: Los habitados (Visor). En ambos presente la ausencia de Daniel, su hijo.

"Daniel murió en Nueva York el sábado 14 de mayo de 2011, a la una y diez de la tarde. Acababa de cumplir veintiocho años. (…) Daniel no ha muerto plácidamente en su cama, adormecido por calmantes, como todos soñamos morir, sino que ha saltado desde el techo de un edificio de cinco pisos para ir a estrellarse sobre el asfalto".

El suicidio: qué vocablo tan insondable. Quizás por no estar dotados de la capacidad para llegar a los rincones más extremos de la existencia del suicida, acometiendo con su feroz ausencia un futuro que ya no promete nada.

"Esta noche tendremos huéspedes en casa/ y se quedarán a dormir en tu habitación./ He quitado, pues, el polvo de todos los rincones,/ he cambiado las sábanas y he sacudido la almohada,/ y he puesto entre un cajón tu viejo suéter,/ pero antes he metido mi cara entre la lana,/ me he ahogado en su dulce mar de púas./ No les diré que aquí se desvelaba el cuervo de tus sienes,/ ni que un niño sombrío se despedía de ti detrás de la ventana./ No les diré que aquí nunca es de día".

Piedad Bonnett: agradecida por tanta lucidez.

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