Hace muchos, muchos años, más de los que yo quisiera transcurridos, pero menos de los que quisiera celebrar, fui invitado por Noni (José Antonio Benítez Santos) a acompañarle a algo así como lo que los francoparlantes llaman soirée y los angloparlantes party; pero que ni se lleva ni tiene nombre entre españoles. Una mujer, Queta, actriz afincada en Barcelona pasaba unos días en Madrid e invitaba a sus amigos a eso, a una soirée; o sea, a tomar una copa en su casa a eso de las ocho de la tarde. El día se prestaba, era uno de esos de tonos grises típicos del otoño madrileño. Noni estudiaba arte dramático y canto en el Real Conservatorio de Música y Declamación, de la calle San Bernardo, en Madrid, y Queta, que resultaría ser Queta Ariel (realmente, Enriqueta Cobo) estaba entre sus compañeros de viaje de aquel tiempo. Del marido (creo yo) de Queta, aparentemente más joven que ella, no recuerdo más que el apellido: San Francisco. Era uno de esos tantos actores, chusqueros o de carrera, que pululaban por las noches de un Madrid bohemio y lleno de ensoñaciones.

Un niño rubio con cara de pícaro dieciochesco alternaba los brazos de su madre, Queta, con pequeñas carreras sorteando a los que estábamos allí: gente de teatro, de poca fortuna, periodistas en trance de serlo y poetas de un par de docenas de poemas y miles de sueños. Yo también estaba en eso, en el periodismo de tres al cuarto y en el TEU, es decir, en el Teatro Español Universitario. No sabría reencontrar la casa, pero recuerdo que estaba en las proximidades del María Guerrero y a unos metros del café Gijón. Noni combinaba una buena voz de tenor con cualidades innatas para la interpretación. Sin embargo, un buen día se volvió a su pueblo y el mío, montó una pequeña librería en el callejón del Ritz, adonde estuvo El Estrecho, uno de los bares más recoletos entre los que hemos disfrutado en Algeciras, y aparcó sus viejos sueños de artista. Consiguió una plaza en el Instituto, y además de contribuir a la creación del Museo Municipal y escribir unas cuantas cosas, dirigió su futuro a la docencia, que continuó en Sevilla hasta su jubilación.

Ese niño rubio con cara de pícaro, que aquella tarde era el único que no había pensado en serlo, sí llegó a ser actor. Se llamaba Enrique San Francisco y se ha muerto el otro día, después de una vida tan dura como agitada. Al recordarlo con nostalgia, lo he sentido con pena y como si fuera cosa propia.

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