La fundamentada sentencia del Tribunal Constitucional que anula parcialmente las llamadas plusvalías, abre graves interrogantes sobre el futuro de las finanzas locales. En este sentido, no debe olvidarse el peso que tiene en los actuales ingresos de cualquier ayuntamiento lo recaudado por el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (IIVTNU). Tal tributo, junto con el IBI, ha permitido capear los efectos de la crisis en la casi totalidad de los municipios españoles.

En realidad, la demolición del sistema era una exigencia ineludible: si el objeto del impuesto viene constituido por la ganancia generada entre la adquisición y la transmisión de un inmueble, ¿cómo recaudarlo si dicha ganancia es inexistente o, incluso, si lo que hay es una minusvalía? Este último caso es extraordinariamente frecuente en propiedades adquiridas durante el auge del mercado inmobiliario y posteriormente enajenadas tras su desplome.

¿De dónde semejante disparate? Pues miren, por causa de la tramposa fórmula de liquidación del impuesto: no importa en cuánto se haya vendido la propiedad de que se trate; se toma como referencia su valor catastral, que se aumenta utilizando coeficientes que crecen en función del número de años transcurridos, con un límite de veinte, desde la anterior transmisión; eso provoca que el resultado sea siempre positivo; sobre tan imaginativa cifra se aplica el tipo de gravamen fijado libremente en cada localidad, una dentellada que puede llegar hasta el máximo legal del 30%.

Todo este artificio es el que se ha venido abajo. Ahora habrá que modificar urgentemente la Ley, adecuarla a la lógica y devolver, si no ha prescrito, lo cobrado indebidamente. De ahí, y de los dineros que ya no llegarán, los nervios en los arruinados cabildos.

Tras el puntual barullo, late la verdadera cuestión de fondo: no hemos sabido resolver el laberinto de la financiación municipal. Hasta ahora, al menos en parte, la hemos hecho recaer, utilizando mecanismos artificiales, lesivos y al cabo inconstitucionales, sobre el exangüe bolsillo de los vecinos.

Hora es de tomarse al fin en serio el cabal aprovisionamiento de la primera línea de la gestión pública. Se acabaron los inventos, la ingeniería fiscal y las tomaduras de pelo. Hágase lo que se deba, cámbiense, y rápido, las normas. Pero, en la solución, absténganse de seguir apaleando las espaldas de los hoy muy descalabrados españolitos.

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