La muralla del mar

Algeciras fue una ciudad que vivió siempre de espaldas al mar desde donde llega también un viento sonoro cargado de yodo

El mar no siempre fue un aliado y las habitaciones con vistas no se abrieron hasta el final de la narrativa victoriana. Vivimos en un territorio codiciado al que desde las trastiendas de la historia arribaron naves dispuestas a conseguir lo que no tenían. En algunos casos, a cualquier precio. En el horizonte del Estrecho solían aparecer amenazadoras velas negras con la constante recurrencia que mueve la posesión; por eso Algeciras fue una ciudad que vivió siempre de espaldas a un mar desde donde llega también, con la misma cansina repetición, un viento sonoro cargado de yodo que todo lo confunde.

En época medieval, los duales núcleos urbanos estaban oportunamente defendidos. Situados sobre sendos escarpes, se aprovecharon los desniveles costeros para erigir fortificaciones. Los sillares y las almenas recorrían el litoral al igual que imponentes torres albarranas. Algún testimonio de la del Espolón fue recogido por ajadas acuarelas antes de que sus restos acabaran cubiertos por la arena del Chorruelo. Cuando se decidió guarnecer la ciudad con tintes ilustrados, Jorge Próspero de Verboom diseñó un sistema de defensas a lo largo de la orilla. Aún quedan restos en San García, en lo que fue la Isla Verde y lo que también dejó de ser el fuerte de Santiago.

Con la llegada del pasado siglo, el mar dejó de ser la vía desde donde arribaban desembarcos e invasiones y las defensas militares dejaron de tener sentido. El tiempo hizo bien su trabajo y las ruinas dieron paso al olvido, mientras el levante seguía abatiéndose sobre la ciudad, corroyendo cierros, rejas y rendijas por las que se colaba con el sibilino acento del familiar no deseado. Las calles, con su trazado perpendicular, lo evitaban; las fachadas principales lo evitaban; solamente el río y la Marina se abrían a las olas y a un horizonte hasta entonces vedado. Con la Conferencia, familias extranjeras edificaron mansiones abiertas a la rada en el escarpe sur, al pie del Cristina, mientras hacia el norte, el Murillo era de las casas nobles el patio de atrás, barranco o estercolero que nadie miraba y hacia donde nadie iba. A mediados de siglo se urbanizó el frente litoral y se construyó una escalinata que comunicaba directamente la plaza Alta con un mar recién hallado, pero fue una oportunidad perdida. Una nueva muralla de bloques, persianas y cristales se fue elevando por toda la línea de costa hasta que acabó cubriendo peldaños y barrancos de sal y viento. Hoy el mar es un aliado, las habitaciones con vistas están cotizadas y se proyectan lagos marítimos en frentes litorales, pero lo que vemos enfrente es una larga fortaleza en línea de cuadrilongos cajones metálicos con propaganda de navieras. Los sillares son ahora contenedores sin almenas y las torres grúas móviles que coronan una nueva muralla del mar que nos sigue tapando el horizonte.

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