Cuenta la leyenda que más allá de las remotas montañas existió un desconocido lugar al que solo accedían aquellos que perdieron el rumbo. Ningún mapa había que trazase sus coordenadas. Un lugar al que llegar por invisibles caminos y hecho de múltiples paisaje.

Dicen, aquellos cuya imaginación consiguió descifrarlo, que en él habitaba una mujer pájaro que vivía en una baja nube de agua que nunca descargaba lluvia y que el sol no evaporaba. Una nube que, estática, daba sombra a una cabaña que nadie habitaba. Un sencillo hogar hecho de piedra con una labrada puerta siempre cerrada y una ventana redonda tan pequeña que no cabían sus alas.

Todas las mañanas bajaba de su humedal de nube y se acercaba hasta la casa que desde arriba protegía. Y todas las mañanas encontraba un pequeño cuenco con pececillos de plata. Una vez ingerido el alimento, limpiaba con el pico su recio y bello plumaje. En el ritual, cada nuevo día arrancaba una pluma de sus alas que dejaba caer y era entonces cuando de la absoluta calma se desataba una suave brisa que la balanceaba desde el suelo hasta la ventana y por el pequeño y redondo boquete la pluma desaparecía…

Un día alguien que perdió la brújula en el camino y vagaba desorientado consiguió llegar hasta aquel solitario paraje. A los pies de la pequeña ventana encontró que yacía el esqueleto de cristal de un pájaro. Rodeó la casa. La puerta estaba abierta. Al cruzar el umbral encontró multitud de plumas que con finos hilos colgaban del techo y que la brisa mecía. Por la pared y el suelo, en cada piedra, escrita con sangre, palabra tras palabra, una indescifrable historia.

Aquel viajero se pasó mucho tiempo leyéndola una y otra vez hasta que un día, al fin, iluminado, descifró lo que la historia guardaba. Poseído por un desconocido sentimiento de amor, sintió cómo el fuego interior le abrasaba y salió a respirar un poco de aire fresco. Miró hacia el cielo que lucía totalmente despejado salvo una estática nube encima de la casa que comenzó a descargar toda su agua. Volvió para contarlo…

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